El
22 de junio de 1986 es uno de esos días que jamás escaparán de mi memoria. Recién
había terminado mi carrera profesional y antes de emprender la búsqueda de
trabajo decidí hacerme el mejor regalo que he tenido a bien obsequiarme: vi
completo el segundo Mundial organizado en México. Aquel día desperté con el
ánimo de disfrutar nuevamente a Maradona, quien había estado inmenso en los
partidos previos. Yo para entonces no podía, por ejemplo, borrarme de la mente
el pase desde la banda que le hizo a Burruchaga para el segundo gol contra
Bulgaria. Fue en CU, la cancha de la UNAM. Maradona recibió un balón y sobre la
marcha se hizo un autopase, avanzó hacia la esquina del extremo izquierdo,
volteó a mirar dos veces hacia su derecha para ver quién entraba por el otro
lado y así, sin detenerse, envió un centro como de cucharazo con la zurda; lo
que salió fue una parábola perfecta en distancia, trayectoria y velocidad, un
balón que halló de frente al rematador que cabeceó directo, cómodo, al arco
búlgaro. En muchos sueños y otras alucinaciones ha aparecido desde entonces ese
centro, y no puedo negar que en aquella época, cuando todavía jugaba, intenté
golpear así cualquier balón, enviar un pase con igual ventaja para el compañero
rematador, aunque jamás me salió. En la mañana del 22 amanecí pues con la idea
fija de ver una pincelada similar de Maradona, ahora contra Inglaterra. Antes
de que comenzara el partido, sin embargo, acaté la orden de mi padre de colocar
nueva paja al aparato de refrigeración. Subí al techo con mi sistema ajeno a la
escalera, es decir, por medio de una ventana. Trabajé bajo el sol que casi
llegaba al cenit, y me apuré para terminar a tiempo y no perder ni un minuto de
la transmisión desde el Estadio Azteca. Como pude, eliminé la paja vieja de las
rejillas y coloqué la nueva. Es un proceso latoso si uno no lo domina, pero al
fin pude terminarlo sin problemas. Vi mi reloj: cinco para las doce. Coloqué
los paneles del aparato y me apuré a bajar. No había nadie en casa, recuerdo,
así que en la sala esperaba el televisor para mí solo. Luego vino el percance:
al bajar pisé mal la ventana, resbalé y fui a caer con todo mi peso sobre una
maceta de barro. El golpe fue brutal, de lado, y sentí que algo se me zafó.
Casi a rastras avancé hacia el teléfono para llamar a quien fuera, marqué, pero
de inmediato me arrepentí. Imaginé la situación: vendrían por mí para llevarme
a urgencias o algo así. Así que no, reculé ante esa posibilidad. Mejor encendí
la tele (todavía no se usaban los controles remotos) y allí estaba ya el
partido. Lo vi con dolor, sin compañía y con el hombro en off side, pero no me arrepentí entonces ni me arrepiento ahora: fui
testigo en vivo, feliz, del gol del siglo.