Como
ahora, cada vez que de cerquita veo mariachis recuerdo a un charro casi extraviado
en mi memoria. También recuerdo, claro, a la tía Fany, una tía abusivamente
bonita, casi una segunda Miroslava. Estos recuerdos son algo borrosos, pues no
por nada se remontan a mi niñez y a mi primer asombro ante el asedio a las
mujeres. Tenía yo, supongo, ocho o nueve años. Supongo también que, aunque la
adolescencia todavía me quedaba lejos, ya podía distinguir a una mujer hermosa
de otras no tanto. Es posible que mi tía Fany tuviera cerca de treinta años y
no sé si para entonces ya era mamá. Estaba casada con mi tío Gabriel, un tipo
más bien malencarado, agrio, de plata. En las fiestas del abuelo se servía de todo
para todos, pues había bonanza y todavía eran tiempos de reuniones con familia
extensa, venturosamente llena de primos. Recuerdo que íbamos a la casona del
abuelo y no miento si digo que era una hacienda como de película mexicana:
inmensa, de adobe, con un montón de cuartos y bodegas y patios y pilares y
corrales. En una de las bodegas, esto jamás lo olvidaré, se almacenaba una
montaña de algodón todavía no despepitado sobre la que nos tirábamos desde una
ventana muy alta. Allí también jugábamos a la lucha libre y terminábamos con la
ropa llena de pelusa que después era imposible desprender. El abuelo no tenía
límites para agasajarse en sus cumpleaños. Era su mejor guateque. Mataba no sé
cuántos marranos, ordenaba hacer varias sopas, aguas frescas, guacamole,
totopos, kilos y kilos de tortillas y cazuelas retacadas de salsa. Además,
obvio, surtía litros interminables de trago para los señores. Solía amenizar con
un mariachi que duraba a todo mecate durante no menos de seis o siete horas. El
grupo ejecutaba, no miento, todo el repertorio de Jose Alfredo y otros
compositores. Eso sí, “La barca de oro”, favorita de mi abuelo, era tocada
varias veces entre tanda y tanda. Recuerdo que una vez, cansado de jugar con
mis primos, me senté al lado del mariachi y me quedó cerca un charro con
violín. Tenía una pequeña ancla tatuada en el envés de la mano izquierda, y
cuando terminó una pieza me pidió que le consiguiera otra cuba. Eso bebía, el
asqueroso brandy Presidente apreciado en aquellas épocas. Permanecí allí y poco
después me pidió otra. Supongo que ya medio briago agarró confianza y en una
pausa del mariachi me dijo en voz muy baja: “Está chula aquella dama”. Indicó
discretamente con la barbilla hacía mi tía Fany, quien conversaba con mis otras
tías. Y así siguió: apenas terminaba una canción, el charro insistía en lo
mismo: “Está chula aquella dama”, ahora con la mirada más enfática hacía mi tía.
Niño y todo, presentí, temí, el peligro: mi tío podía percibir los coqueteos y
yo de alguna manera era cómplice del charro, y le daba la razón. Pero no
ocurrió nada. La fiesta siguió su rumbo y mi tía Fany salió ilesa del acecho.
Hoy recuerdo todo esto porque llegó mariachi al aniversario matrimonial de un
amigo. Cuando eso pasa busco, si lo hay, al charro más viejo. Si de casualidad
toca el violín, como quien no quiere la cosa trato de pasar cerca y mirar su
mano izquierda. Algo me dice que volveré a encontrar el fetiche del ancla como
si con eso pudiera recordar mejor a la tía Fany.