A
los 56 años le ocurrió algo inesperado: el amor. Él, Pedro Ponce, creía que ya
había pasado por esa calle, pues en dos matrimonios hizo tres hijos y siempre
creyó que había querido a fondo, plenamente. No contaba las mujeres anteriores
ni ulteriores a los matrimonios; tampoco las simultáneas, que tuvo si no a
montones, sí aquí y allá, como cualquiera. Por eso cuando comenzó los tratos
con María no supuso lo que ahora era una terquedad. La conoció en el negocio de fotocopias
donde ella trabajaba. Al establecer un nuevo despacho buscó en la cercanía un
punto para hacer las reproducciones de escrituras y contratos, y al hallarlo
justamente a la vuelta de su cuadra encontró a esa mujer de cuarenta o poco
menos, humildemente vestida y algo silenciosa, casi descortés con la clientela.
Al principio, como sucede siempre con ciertas bellezas no muy expuestas, la
pasó por alto. Fue en la segunda o tercera visita cuando reparó en sus ojos, en
su boca, en sus manos blancas y alargadas. Pensó que no pasaba nada, pero en la
madrugada ella se le apareció en el pensamiento. Recordó los ojos, la boca, las
manos blancas e imaginó su pelo, largo, negro y un poco ensortijado, fijo con
una peineta de plástico. Al amanecer, apenas recordó que había pensado en
María, pero no le dio importancia. Dos noches más ocurrió lo mismo: la pensó,
intrigado, inquieto ya de ver a esa mujer en las brumas del sueño. Buscó
entonces un documento y fue a fotocopiarlo sin necesidad, sólo para comprobar
que María no valía tantas evocaciones. Ella lo atendió y él obtuvo una mala
noticia: sí valía la pena. La miró bien y logró conjeturar un cuerpo hermoso
debajo de esa ropa horrenda por modesta y anticuada. María lo atendía como
autómata, sin modificar su gesto. Entonces las madrugadas de Pedro comenzaron a
pesar, a ser invadidas por aquella terca aparición. Sintió algo desconocido,
una obsesión que, supuso, era algo parecido al amor. Así, irremediablemente, la
abordó. Esperó su salida del trabajo y la persiguió de cerca. En otras
cacerías, al asediar a otras mujeres, se había sentido tenso, pero en esta
ocasión fue peor. Sentía que iba a fracasar, algo le indicaba que al menos iba
a ser difícil. La alcanzó, le ofreció un café y ella se negó. El deseo
persistió, y en el segundo intento lo logró. Luego repitieron tres cafés más,
casi tensos. En una oportunidad se le ocurrió cerrarle el paso e intentó un
beso que fue respondido torpemente, sin malicia, y el resultado fe
terrible: a los 56 ha perdido el apetito, no se concentraba en nada y sólo
pensaba en una triste realidad: en la invasión de María.
sábado, febrero 27, 2016
viernes, febrero 26, 2016
Apuntes para una biografía: puzzle del fantasma
Además
de papeles, fotos y otros documentos concretos o ahora digitales, lo que
dejamos al partir —nuestra biografía—
es una serie de imágenes que acaso logra perdurar en los otros, en quienes nos
trataron para bien o para mal. Ese recuerdo, pesado y borroso a un tiempo, es
precisamente el que sobrevive en quienes trabaron contacto con Edward
Echenique, afantasmado “protagonista” de Apuntes
para una biografía (Simurg, Buenos Aires, 2009, 186 pp.), novela de Alberto
Ramponelli (Morón, Argentina, 1950-2016). Entrecomillé la palabra protagonista porque Echenique sólo
aparece de carne y hueso en el primer capítulo, de manera que se trata de un
personaje principal muy peculiar: habita todo el libro, pero en casi todas las
páginas lo hace como sombra, la sombra que sobrevive en la memoria de quienes interactuaron
con este “fantasma de fantasmas”.
Coordinador
de talleres literarios desde 1985 hasta su fallecimiento, Ramponelli dirigió la
revista literaria Otras Puertas (1993-1997), y entre otros libros
publicó Desde el lado de allá (relatos, 1990), El último fuego
(novela, 2001), Viene con la noche (novela, 2005), Una costumbre de
Oceanía (relatos, 2006) y Crónicas
del mal (relatos, 2014).
Apuntes para una biografía (premio Fondo Nacional de las Artes 2008 cuyo jurado —de lujo— estuvo
integrado por Ana María Shua, Guillermo Martínez y Juan Martini) despliega con
total solvencia los saberes no sólo literarios de Ramponelli, quien trabaja
aquí con un discurso en el que lo político ocupa un lugar central. Pese a su
brevedad y su aparente sencillez, es una novela compleja, una especie de puzzle
en el que cada pieza añade un rasgo al nebuloso protagonista. Poco a poco, a
medida que el relato avanza, va apareciendo la calaña total de Echenique, el
programa de vida que se trazó y la manera en la que marcó a quienes trabaron
diálogo con él.
Hijo
de un diplomático argentino delegado en los Estados Unidos, Echenique radica
también allá y se involucra en movimientos político-esotéricos que lo llevan a la
cárcel. Gracias a la influencia de su padre logra salir de prisión, pero es
deportado. La novela comienza aquí —estamos en los albores de la década de los
setenta—, sobre el avión que lo lleva de regreso a la Argentina (por eso este
primer capítulo tiene como título “La vuelta”). Durante ese largo vuelo cuenta con tiempo suficiente para pensar en su futuro: entonces desarrolla en su mente una
idea que denomina, no sin egolatría, “la estrategia Echenique”. Al pisar el
territorio de su patria, el protagonista pone manos a la obra.
A
partir del capítulo II, y hasta el VIII, Ramponelli comienza la apuesta
narrativa de Apuntes para una biografía:
desvanecer, disolver, diluir la vida de Echenique en la de los personajes que
estuvieron cerca de él mientras ponía en funcionamiento su “estrategia”. Así,
capítulo tras capítulo vemos a Echenique, es cierto, pero en función de lo que
acontece a los demás. En el presente del relato el protagonista acaba de morir.
Quienes lo trataron —no todos— se enteran de su muerte por una minúscula nota perdida
en algún diario, lo que apalanca y pone en movimiento el recuerdo. Por ejemplo,
el ex militar del capítulo IV que toma un descanso en su nuevo trabajo de
taxista y mientras hojea el periódico se topa con el apellido. Esa chispa
proustiana sirve para llevarlo no tan nostálgicamente al sur de la Argentina,
lugar donde tuvo que custodiar a un preso especial y misterioso, Echenique, recluido
por un motivo igualmente misterioso. Más adelante, claro, sabremos la razón:
Echenique fue chupado por una escuadra de milicos de alto rango que deseaba
usarlo como instructor en materias esotéricas cuyo fin era establecer el Cuarto
Reich en la Argentina. El secuestro de Echenique puso fin a su “estrategia” —una
extraña ensalada de reconversión de la sociedad que tiene como objetivo “terminar
con la dicotomía entre ciencia y espíritu”— y provocó la desbandada de sus adictos,
quienes por miedo se refugiaron donde pudieron, algunos incluso en Europa.
Así procede la novela: cada capítulo/biografía —la del ex militar, la de la novia, la del discípulo favorito…— va haciendo visible la excéntrica catadura de Echenique, personaje que adquiere entidad en el fragmento, sujeto armado en la imaginación del lector con base en la pedacería que lo alude gradualmente.
Así procede la novela: cada capítulo/biografía —la del ex militar, la de la novia, la del discípulo favorito…— va haciendo visible la excéntrica catadura de Echenique, personaje que adquiere entidad en el fragmento, sujeto armado en la imaginación del lector con base en la pedacería que lo alude gradualmente.
El
capítulo XI, “Apuntes para una biografía”, constituye un mapa o resumen. El
discípulo “favorito” de Echenique se entera por el diario de que el “gurú” ha
muerto y desempolva los papeles que guardan sus lecciones. Mientras traza el
borrador de un proyecto biográfico asistimos, como lectores, a un recorrido en
sentido inverso: la pauta en embrión del capítulo nueve ya tuvo su realización
en los capítulos precedentes. En otras palabras, ya habremos leído la "biografía" de Echenique cuando llegamos a su esbozo en el capítulo IX.
Esta
novela de Alberto Ramponelli, narrada con prosa que jamás trastabilla —pues no es
el “resultado azaroso de un incipiente narrador”, sino el “producto de un
paciente orfebre-narrador”, como escribió Carlos Gazzera sobre El último fuego, otra novela de
Ramponelli— recorre una época convulsa para la Argentina y constituye un
ejemplo de pericia literaria en la que con fragmentos se articula una espléndida
totalidad: el ambiente convulso, espeso de ideas contradictorias que atravesó los
setenta argentinos.
lunes, febrero 22, 2016
Las cáscaras imborrables
Aunque
sea casi invisible para los ojos sólo acostumbrados al glamour del
profesionalismo, hay una épica en el deporte callejero. El llano ofrece la
oportunidad de ver —o mejor: de vivir— aventuras que se quedan en el recuerdo y
forman pequeños orgullos colectivos en el barrio, en el ejido, en la escuela,
en la empresa. Ya hay, por suerte, cierta literatura preocupada por retener
esos instantes, por fantasear con el trabajo deportivo ajeno al pago. El futbol
es, claro, como en la realidad, la actividad que más atención literaria ha
recibido.
Como
ciertos goles o ciertas jugadas, algunos relatos no caen de la memoria
fácilmente. Pasan los años y quién sabe por qué extraña razón los recordamos
con tanta transparencia que de alguna forma reaparecen, vívidos, proyectados en
la pantalla de nuestra imaginación. Yo, por ejemplo, recuerdo con toda claridad
el día en el que, echado frente a la tele en la casa todavía materna de
Torreón, vi a Maradona tomar la pelota un poco atrás de la media cancha, recibir
el pase “de gol” del Negro Enrique, pisarla raspándola en reversa para quitarse
la primera marca y cómo, erguido el pecho, flotando en zigzag, etéreo en la
carrera, avanzó eludiendo rivales hasta poner el balón al fondo de la red y de
la historia.
Más
que el último toque, lo que revivo es la expectativa de la jugada, su amplio e
hipnótico desarrollo. Aquello fue pues, insisto, como un relato que nos
mantiene en suspenso hasta derivar en un clímax contundente. Igual, sin que yo
sepa bien a bien por qué, cuando pienso en cascaritas de barrio regresa a mi
memoria “El tipo que pasaba por allí”, adherente estampa narrativa de Alejandro
Dolina. Me gusta porque en medio de su sencillo y callejero planteamiento
ocurre un hecho maravilloso, casi sobrenatural: “Suele ocurrir en los equipos
de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi
siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los
potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en
puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como
Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si
repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna
explicación y ya nadie se acuerda de su existencia”.
Son
apenas tres párrafos, y en el segundo aparece, cuando ya nos fue planteado el
asunto de esta veloz historia, el “pero” necesario para dar vuelta a la habitualidad:
entra en acción un “tipo que pasaba por ahí” que no será esta vez un simple
“tipo que pasaba por ahí”: “Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos
del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos
anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió
seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el
partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos”.
Luego
del asombro, Dolina disminuye la velocidad del relato con una conclusión memorable,
uno de esos trazos literarios que, como dije al principio, se quedan en la
memoria como jugada real: “Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba.
Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a
verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de
primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha
preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella
tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno”.
Breve
y perfecto como gol olímpico, este relato de Dolina merece la antología. Si
alguna vez echamos cáscara en el barrio, es indudable que sentimos en ese
puñado de palabras la presencia del “tipo que andaba por allí” como una
aparición mágica, como un dislocamiento de la realidad acontecido en medio de
dos porterías. Como tantos ex jugadores de barriada, en medio del polvo y bajo
los flechazos del sol lagunero, soy de los que al leer relatos de este tipo
terminan por pensar que no lo leyeron, más bien que lo vivieron como
experiencia única e irrepetible, tan real como una cáscara imborrable con los
cuates.
sábado, febrero 20, 2016
Segundo diario mínimo: humor ecológico
Publiqué este comentario hace quince años. No estaba en el blog. La traigo ahora por razón evidente.
La vastedad intelectual de Umberto Eco
no se puede medir con unos cuantos elogios. Arquitecto de una obra literaria y
académica impar, Eco es hoy uno de los autores europeos más reconocidos por la
crítica y, caso asombroso, uno de los más favorecidos por el éxito comercial.
Pocos como él: libro tras libro convalida su tamaño como pensador y libro tras
libro aumenta el número de sus receptores. Calidad (literaria) y cantidad (de lectores)
reúne como pocos este autor nacido en Alessandria, Piamonte, en 1932.
Famoso sobre todo por El nombre de la
rosa, la novela que lo colocó en las crestas de la fama, Eco es, como se
sabe, un autor múltiple; de hecho, este autor es varios autores: hay un Eco
semiota, un Eco literato, un Eco historiador, un Eco lingüista, un Eco
periodista y un Eco etcétera. El penúltimo Eco es el que se manifiesta con toda
su malicia y con todo su humor en el Segundo diario mínimo, racimo de
colaboraciones aportadas a la revista L’Espresso, particularmente a la
sección “La Bustina di Minerva” que desde 1986 es —o era, no sabemos— visitada
por una legión de agradecidos seguidores.
El condimento fundamental del Segundo
diario mínimo es, inevitablemente, el humor. Con humor, con inteligentísimo
humor, Umberto Eco traza sus colaboraciones y sus decodificadores asistimos al
banquete de la risa y la razón. Estos artículos parecen el reposet donde Eco se
calza las pantuflas y se desanuda la corbata, donde deja de ser el erudito de
los Grandes Temas y con su agudeza de siempre reflexiona sobre las minucias de
la vida cotidiana que suelen ser desdeñadas por el mundo académico.
La sola lista de las colaboraciones
parece un muestrario de inquietudes hilarantes: “Cómo sustituir un carnet de
conducir robado”, “Cómo viajar con con salmón”, “Cómo comer en el avión”, “Cómo
no hablar de futbol”... El autor de Obra abierta exhibe facultades
humorísticas raras en un sabelotodo (esto es literal) de su talla, de donde se
puede inferir que los intelectuales no necesariamente son momias ineptas para
la risa. Es prudente advertir que los artículos contienen mucha información que
demanda un contexto italiano, pues el periodismo exige siempre, quiérase o no,
trabajar para un lector inmediato que en este caso es el transeúnte de Milán,
Roma, Nápoles, de Italia toda.
No está de más traer algunos bocadillos;
del artículo “Cómo usar al taxista”, probemos esto:
Si hacéis una carrera entre un taxista
de Frankfurt con un Porsche y un taxista de Río de Janeiro con un Volkswagen
abollado, llega antes el taxista de Río, entre otras cosas porque no se para en
los semáforos. Si lo hiciera, se le acercaría un Volkswagen abollado, montado
por chiquillos que estiran la mano y se os llevan el reloj (...) Por doquier,
para reconocer a un taxista hay un medio infalible. Es una persona que nunca
tiene cambio.
De “Lamentamos rechazar (informes de
lectura para el editor)”, donde Eco juega con el anacronismo e imagina a un
dictaminador —moderno y por tanto mercenario— que juzga obras ya célebres;
veamos la parte donde enjuicia En busca del tiempo perdido y el asma de
Proust:
Es, sin lugar a dudas, una obra que
requiere un esfuerzo: quizá sea demasiado larga, pero si hacemos una serie de pockets
se puede vender.
Sin embargo tal como está no funciona.
Es necesario un vigoroso trabajo de edición: por ejemplo, hay que revisar toda
la puntuación. Los periodos son demasiado trabajosos, hay algunos que necesitan
una página entera. Con un buen trabajo de redacción, que los reduzca al aliento
de dos o tres líneas cada uno, fragmentando más, poniendo punto y aparte más a
menudo, el trabajo mejoraría con toda seguridad.
Si el autor no quisiera, entonces mejor
dejarlo. Así el libro resulta —como diría yo— demasiado asmático.
No falta pues en el Segundo diario
mínimo el buen humor, aunque a veces haya pinceladas del Eco menos
conocido, un Eco que discurre por los laberintos de su nostalgia, un Eco que se
nos aparece juvenil, tan sincero que apenas puede uno creer que quien así
escribe es el autor de Semiótica y filosofía del lenguaje, por citar
sólo un caso de obra densa. En “Cómo comer el helado” Eco destroza el consumismo
con una situación vivida en su niñez, cuando sus padres le negaban cierto
exceso:
Yo, sin embargo, estaba fascinado por
algunos chicos de mi edad cuyos padres les compraban no un helado de cuatro
reales, sino dos cucuruchos de dos reales (...) Ahora, habitante y víctima de
la civilización del consumo y del derroche (como no era la de los años
treinta), entiendo que aquellos seres queridos ya difuntos estaban en lo
justo. Dos helados de dos reales en
lugar de uno de cuatro no eran económicamente un derroche, pero sin duda, lo
eran simbólicamente. Precisamente por eso los deseaba: porque dos halados
sugerían un exceso. Y precisamente por eso se me negaban: porque parecían
indecentes, insulto a la miseria, ostentación de un privilegio ficticio,
jactancioso bienestar. Comían dos halados sólo los niños viciados...
Como la naturaleza, el espíritu también
requiere su cuidado ecológico. De allí la importancia del humor, de la
escritura relajada que en el caso del Segundo diario mínimo refulge y
nos anima a encarar nuestro estrés con una risilla en los labios y con la
certeza de que la comicidad es una de las formas de la inteligencia. Al reír de
sí mismo y del mundo que lo rodea, Eco nos da, quizá sin pretenderlo, una de
sus mejores lecciones. Aprendámosla.
Supongamos
Supongamos que un tipo al que llamaremos Juan llega un día
cualquiera a la oficina. Supongamos también que afuera ha estacionado
un coche de lujo último modelo. Supongamos que lo acaba de comprar, que luego
de muchos sacrificios ha reunido la cantidad suficiente para pagar el enganche
y sacarlo de la agencia. Supongamos que tendrá muchas dificultades para pagar
los abonos, pero si no hay contratiempos —una enfermedad, un accidente,
cualquier imprevisto de los que nunca faltan en este país acuchillado siempre
por el azar— logrará pagarlo en tres sacrificados años. Supongamos ahora que un
compañero de oficina, llamémosle Luis, lo envidia de inmediato porque es lógico
envidiar a un compañero de trabajo que de sorpresa trae un último modelo y
además porque entre los dos hay, supongamos, una rivalidad inconfesa, todavía
no declarada. Supongamos que ambos se tienen recelo porque los dos han
mantenido en pie una misma aspiración: conquistar a Ruth, una compañera de
oficina supongamos muy bonita. Ahora pasemos a suponer que Juan se adelanta
porque un coche nuevo no sólo sirve para avanzar en las calles, sino también en
cualquier otro ámbito de la vida. Ruth da la impresión, supongamos, de que
muestra alguna preferencia por Juan, y es entonces cuando, supongamos, Luis se
engalla y decide pisar a fondo el acelerador (en su caso metafórico, pues no
tiene auto). No sabe qué hacer, sólo sabe que de golpe lo invadió una
desesperación que no conocía: el coche nuevo de Juan fue el detonante de una
angustia definitiva. Nota que Juan confía demasiado en su joya de metal y es
allí donde Luis, supongamos, pone en marcha un plan. La suerte lo favorece,
supongamos: descubre por accidente que Ruth va los sábados a un curso de
repostería fina, y en tres días Luis estudia todo lo que se debe saber sobre
ese tema. El mismo sábado llega al curso, se inscribe, y cuando aparece Ruth se
encuentran como por accidente. Sin que ella lo note, Luis le demuestra que
conoce el asunto, sabe de ingredientes y utensilios, termina la sesión y
al rato salen a un café. A partir de allí, supongamos, Ruth va siendo enamorada
por Luis, quien no necesita un último modelo para desbancar a su rival. Termina
así, supongamos, como novio de Ruth. Ahora bien, supongamos que nadie cree
esta historia. Supongamos que en realidad Juan conquista a Ruth con apabullante
facilidad y Luis es brutalmente marginado. Supongamos que de nada sirven las
clases de repostería, ni la fe de Luis ni el buen corazón de los lectores.
Supongamos que un BMW lo mata todo.
miércoles, febrero 17, 2016
Guerra
Había pasado el peor fin de semana en la vida de Meléndez y ya era lunes,
al fin. Llegaba a las nueve para ver los pendientes y tener todo listo antes de
que apareciera su patrón, don Bernabé, siempre a las diez en punto, sin falla.
Esa era la rutina de todos los días, cronometrada. Faltaban quince minutos para
las diez, así que a Meléndez le queda un cuarto de hora para saber de qué
tamaño sería el latigazo. Veinte años en la empresa lo hacían conocer
perfectamente todos los gestos del patrón, cada una de sus características como
jefe. Sabía, por ejemplo, de sus estallidos de cólera motivados por minucias,
de su sonrisa ladeada cuando algo le provocaba mucha gracia, de su ceja
izquierda levantada cuando estaba a punto de fulminar con palabras, de su
mirada fija —como perdida— cuando se reconcentraba en una idea perversa. Don
Bernabé era dueño de un emporio dedicado a la construcción de obra civil. Tenía
intereses en muchos otros negocios, pero el que más le interesaba custodiar era
el de la política. Sabía que por allí pasaba gran parte de su éxito, así que
siempre procuraba tener sana la comunicación con los hombres que decidían hacia
dónde iba a parar la inversión pública. Para eso le servía Meléndez: él era el
interlocutor, el hombre de confianza que llevaba los regalos y con frecuencia
cerraba tratos previamente apalabrados. El jefe era implacable con todos y al
parecer sólo tenía miedo a un ser humano: su esposa. Difusos rumores hablaban
de pleitos entre ellos, de secretos y nunca comprobados distanciamientos. Don
Bernabé jamás abordaba el tema. Con todos —y esto incluía a Meléndez— sólo
trataba asuntos de trabajo, como cuando le encargó conseguir el espectáculo
para el aniversario de la empresa. A Meléndez se le ocurrió contratar un
cómico. Esa tarde, don Bernabé llevó a su esposa, una señora fría, de gesto
inflexible. El cómico fue el deleite de todos los trabajadores, pero Meléndez
no despegó la vista de la pareja principal. Los monólogos del cómico trataban
temas conyugales en los que se ridiculizaba por igual al hombre y la mujer, y
todos reían, menos la señora del patrón. Aquello terminó y don Bernabé salió
disparado y sin tomar a su mujer de la mano. Por eso fue el fin de semana más
angustioso en la vida de Meléndez. Pero ya era lunes y esperaba la llegada del
patrón. Lo vio bajar del Mercedes, vio detrás al escolta, vio que se aproximaba
a la oficina. Traía la sonrisa ladeada y la primera frase que soltó fue epifánica:
“Gracias, Meléndez. El cómico fue la cereza del pastel. Lo discutimos y por fin
ella se larga”.
miércoles, febrero 10, 2016
Cátedra
Casi todos los taxistas son platicadores, pero el que ahora me
llevaba a la universidad lo era en exceso. Apenas le dije que íbamos a donde
íbamos, preguntó qué tal andaban las humanidades en la escuela. Bien, le
respondí con tono amable, pero sin ganas de ir más allá del monosílabo pese a
lo sorpresivo de la pregunta. A partir de allí comenzó su conferencia, la
descripción del apocalipsis en el que habitábamos. Hay mucha deserción, amigo.
Miles de jóvenes abandonan sus estudios a la altura de la prepa y otros tantos
lo hacen cuando llegan a la universidad. Las razones son varias, pero la
principal es económica, amigo, no tienen para seguir adelante. ¿Luego qué
pasa?, se preguntó. Pues nada, que al buscar trabajo no lo hallan o lo hallan
muy precario —así dijo, muy precario—, se agarran de lo que sea para mantenerse
y a veces, con tal de llevar algo a la casa, se meten en la delincuencia o en los
giros negros. ¿Y qué hace el gobierno? Nada, las escuelas cada vez están peor,
todas rebasadas por la matrícula, sobrepobladas, jodidas de su infraestructura
y también tocadas por la corrupción. Esto tiene consecuencias muy graves,
amigo. ¿Qué se puede hacer con todos los desempleados, eh? Es mucha fuerza de
trabajo desperdiciada, demasiada capacidad intelectual vaciada en la
alcantarilla. En vez de tener gente en el campo, en las fábricas, técnicos bien
capacitados, tenemos un ejército de ninis, señor, y por eso vivimos en un país
que come, viste y calza con importaciones, una economía petrolizada, una
economía jodida. ¿Vea nomás cómo anda el dólar? Se lo está cargando el payaso,
y eso que el gobierno ha puesto un chingadazo de reservas sobre la mesa. ¿Pero
qué se puede esperar de esos tipos, señor, qué se puede esperar de esa banda de
ladrones que ha acomodado todo para beneficiarse y hundir al país, eh?
¿Democracia, democracia la que tenemos? No, señor, estamos muy lejos de vivir
en una democracia. Si el voto fuera respetado, de todos modos eso no es
suficiente, porque democracia es que todos tengan trabajo, educación, salud,
alimento, cultura, cul-tu-ra, señor. Ya ve que no hay nada de eso, todo está en
la calle y lo peor es que los tipos que nos gobiernan han armado su circo para
seguir allí con la ley en la mano. Ellos solos se candidatean y ellos solos se
votan. ¿Y nosotros? Nosotros nada, no respondemos, lo callamos todo. Es un
fracaso. ¿Y usted cómo sabe que fracasamos?, me atreví a interrumpirlo. ¿Que
cómo sé?, respondió viéndome de lado y sin soltar el volante, retador. Claro
que lo sé. Soy sociólogo y míreme, míreme.
sábado, febrero 06, 2016
Encontronazo
Paco
recordó a su padre y pensó que recordarlo allí era una
confirmación de su buena suerte. Recordó nomás el gesto, la manera
despreocupada de tomar el salero y todo lo demás. No recordó palabras, sólo
aquel gesto seguro, casi insignificante pero denso de fuerza para decir con él
que no pasaba nada, que la tranquilidad sería lo último que perdería. El tipo
que venía a amenazarlo medía casi dos metros y usaba el pelo al rape, como
militar. Era algo blancuzco, como un vikingo o un árbol en otoño. Se había
presentado de golpe en el bar, y casi dio la impresión de que había entrado
luego de tirar una patada a la puerta. Airado, sin intimidarse ante los
parroquianos, preguntó dónde estaba el tal Paco. El cantinero señaló hacia la
mesa del fondo y el monstruo aquel avanzó con el paso firme de quien va directo
a derramar su odio. Traía los puños cerrados y la cabeza como echada para
adelante, ya todo listo para el zafarrancho. ¿Paco?, preguntó seco y miró casi
al mismo tiempo a los tres tipos que bebían cerveza. Paco dijo soy yo y
entonces el animal comenzó con su estallido. No te vi, pero te vio mi vecino y
sé que fuiste tú quien le dio un golpe a mi coche. Tiene quebrada una calavera
y hundido un pedazo del cofre. Es un auto nuevo, dijo, y lo que más me emputa
es que no te hayas hecho responsable del daño. Todo lo decía a gritos, y en
medio de los gritos incrustaba maldiciones que añadían violencia a la
situación, y salivaba. Paco se mantuvo en silencio. Tenía miedo, casi terror,
pero algo le decía que lo mejor era permanecer quieto, no soltar una sola
palabra hasta saber claramente la intención del agresor. Sabía que sí, que tuvo
la culpa del golpe al coche nuevo del grandulón, y que en vez de quedarse a
responder por el perjuicio se había ido sin mirar atrás, pero no dijo nada. El
monstruo repitió la descripción de la escena y exigió el pago inmediato de los
daños. Paco ya sabía qué iba a responder. Le diría al bruto que sabía que al
dar reversa le pegó a algo, pero tenía mucho apuro y pensaba volver luego para
pagar. También sabía que ese día estuvo en la casa del bruto y se vio con su
mujer, y que salió corriendo cuando supo que el monstruo volvía
intempestivamente del viaje. Traía dinero para pagar el daño —un daño menor si
se miraba bien— y entonces recordó a su padre. Sin alterarse, antes de buscar
su billetera en la nalga derecha, se arrojó un poco de sal al envés de la mano
izquierda y se dio un tranquilo, un confiado lengüetazo con sabor a paz.
miércoles, febrero 03, 2016
Reencuentro
A diez metros estaba Nancy
escogiendo sus legumbres, su fruta de la temporada. Omar la miraba con los ojos
casi pegados a la visera, fija la gorra de beisbolista en el cráneo que dejaba
escapar unas patillas cortas y un poco de melena sobre la nuca. Notó que le
seguía gustando, que había ganado kilos, como todos, pero tenía aún ese aire
distinguido que tanto lo maravilló cuando ambos entraron a la escuela de
administración. Habían pasado 25, 30 años, daba lo mismo, era mucho tiempo sin
verla. Quiso abordarla en seguida, sorprenderla con un toquecito en el hombro,
esperar que diera la vuelta y estallara en un gesto de desconcierto y luego una
sonrisa de alegría, de esas sonrisas un poco incrédulas de los reencuentros
inesperados. Omar buscó otro ángulo, simuló que calculaba la madurez de una
sandía mientras ella apretaba levemente la consistencia de unos tomates. La
indecisión de abordarla sin más demora tenía varias razones. La primera era
simple: ¿y si en cualquier momento aparecía el esposo o el novio o lo que
fuera? Omar no quería verse forzado a saludar hipócritamente, a que lo
presentaran como amigo de la universidad y luego dos o tres frases más de
trámite hasta llegar al “bueno, un gusto verte”, de despedida. La segunda razón
era más difusa y se perdía en el recuerdo de un malentendido. Él le ofreció
noviazgo, ella dijo espérame, él se hizo mientras de otra novia y cuando ella
estuvo lista él ya no reaccionó; luego el trabajo fuera de La Laguna y más de
dos décadas sin saber de ella hasta esa mañana en el supermercado. Seguía
linda, cómo no, lo confirmó cuando, a cinco metros y colocado tras una
barricada de papas y de precios fosforescentes, la vio de espalda. Unos jeans
ajustados, bien embutidos, una blusa sobria y la cola de caballo muy juvenil,
pese a la edad. ¿Estaba sola? ¿Tenía hijos? ¿Terminó la carrera? ¿Trabajaba? La
ropa delataba que no le iba mal, y para confirmarlo ahí estaba el carrito bien
cargado de víveres. Logró aproximarse un poco más, mirarla de perfil. La blusa
se levantaba firme en el pecho mientras ella, muy concentrada, calculaba ahora
el punto de los aguacates con sus hermosas manos blancas de siempre. No
aparecía el esposo o el novio, Nancy andaba sola. Había llegado el momento de
abordarla. Omar avanzó cinco pasos y le dio los golpecitos en el hombro. Al
voltear, dijo el nombre mágico como afirmación, no como pregunta: “Nancy”. Ella
dibujó una sonrisa educada: “No, no soy ella, señor”, dijo y siguió con los
aguacates.
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