Cuando
uno lee más de lo habitual —pero no se emocionen: leer más de lo habitual en
México de todos modos significa leer muy poco— termina por desarrollar
habilidades más propias del malabarismo que del trabajo intelectual. Quiero
decir que al estar metidos en la lectura obligatoria —para las clases, para las
ediciones— y la lectura hedónica terminamos consumiendo “de todo”, tanto que a
veces se dan combinaciones muy extrañas. Por ejemplo, hoy en la mañana (o sea
ayer) se me juntaron un libro titulado Literatura
de izquierda (Tumbona, México, 2011), que leo por gusto, y algunos ensayos
de Montaigne, que releo porque me impuse necesitarlos en un curso. Poco tienen
en común en casi todo, salvo en el género, pues ambos son ensayos. El primero
es del argentino Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967), y contiene una
diatriba contra las complacencias y los convencionalismos de la literatura contemporánea.
El segundo, el de Montaigne publicado en 1580, ya sabemos de qué variadísimos asuntos
trata.
A
simple vista no parecen tener mucho en común, y de hecho no lo tienen, como ya
apunté. Sin embargo, gracias a esas operaciones de la mente que donde percibe
desorden busca un hilo conductor, hallé que el alegato de Tabarovsky de alguna
manera roza la estrellitis que padecen/apetecen hoy los escritores debido a la
lógica del mercado y en cierto sentido también a la lógica de la academia. Hoy
no es tan importante escribir bien, ser creativo, construir ficciones novedosas
o qué sé yo; para el mercado es importante que los autores de este tiempo se dejen
ver, den entrevistas, dediquen libros, tengan opiniones sobre todo, cuenten
anécdotas, sean repentistas consumados, se burlen de “lo establecido”, en suma,
que sean dignos promotores de su personaje principal: ellos mismos. Esta
(con)cesión al mercado desactiva la pasión, digamos, autocrítica, y produce
algo peor que una literatura para el mero consumo: produce clowns, escritores de pasarela.
Y
es aquí donde pienso en Montaigne. Pese al nada insignificante hecho de haber
escrito una obra descomunal para su tiempo y para cualquier tiempo, la prologó él mismo con una paginita que hoy sería rechazada por el marketing: “Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo,
habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi
manera de ser sencilla, natural y ordinaria (…) yo mismo soy el contenido de mi
libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y
tan baladí. Adiós, pues”. Así de simple, así de grande.