Durante muchos años creí conocer a José Joaquín Blanco gracias a lo que permitían vislumbrar sobre él las crónicas de Función de medianoche, Un chavo bien helado, la novela Las púberes canéforas y, en menor grado, los numerosos ensayos que dan idea de su itinerario como lector; me equivoqué, pues apenas he salido de las páginas de Postales trucadas (Cal y arena, 2005) y ahora sí creo conocer con información más clara a uno de los escritores, creo, imprescindibles de la literatura mexicana. Lo es a mi juicio por la calidad de su obra, pero también por la diversidad de sus registros y el humor agridulce que dimana lo que escribe, sobre todo aquellos textos —como la crónica, el cuento, la poesía o la novela— donde es fundamental estampar un sello personal.
Postales trucadas es un libro autobiográfico. No se nos presenta como tal, explícitamente, pero lo es. Gracias a él podemos ingresar, como digo, al pasado personal de JJ Blanco y trabar contacto con su parentalia. Vemos, leemos pues aquí, en divertidas crónicas retrospectivas, la andanza de un escritor que durante cuarenta años ha permanecido visible en el periodismo y la literatura mexicanos. Tengo la impresión de que, como algunos otros escritores, JJ Blanco no cuenta con los lectores que merece, y esto lo digo en términos de cantidad; pero así es nuestro país y acaso muchos otros: los escritores con obra valiosa pasan a ser, si bien les va, autores celebrados por grupúsculos, escritores “de culto”. Quizá JJ Blanco no esté de acuerdo con esto, pero así lo noto desde la hermosa-provincia-mexicana.
Todo autor de obra amplia y miscelánea tiene un libro que puede servir como zaguán o acceso al conjunto de su trabajo. Creo que, en el caso de Blanco, Postales trucadas es el suyo. Con estas páginas a la vista entendemos mejor de dónde vienen el cronista, el ensayista, el poeta, el narrador. Aquí están, sabrosamente expuestas, las contraseñas que permiten ingresar al mundo de su primera formación, a sus relaciones familiares y amistosas, a su paso por numerosos revistas y periódicos. Se trata de 16 textos que en diferentes medidas asumen la vertiginosa confesión, no despejada de escarnio y autoescarnio, como regla. Digo vertiginosa porque aquí Blanco narra en motocicleta: domina tanto el arte de contar, de “cronicar” lo ajeno, que con lo propio ni se siente que las páginas sean páginas. Saltamos de una pieza a otra en tres patadas y a la vuelta de unas horas ya terminamos con los poco más de 200 folios que contiene el libro.
Aunque no hay subdivisiones temáticas entre esas 16 estampas, se me ocurre que Postales trucadas ofrece tres momentos: 1) el de la infancia y los familiares cercanos; 2) el del trabajo periodístico, y 3) el de la obra literaria. Las tres son entrañables, cierto, pero como de alguna manera conocemos las dos últimas, la primera resulta encantadora. “Conchita”, dedicada a su tía-madre, es un homenaje a la mujer con la que el cronista salió del cascarón. La figura de Conchita es fascinante por las razones que nos trae la memoria de Blanco, pero más porque detrás de ese relato vemos a las miles de tías Conchitas que en todos lados no dejan desvalidos a los niños y los arropan y les dan los medios para que salgan adelante. Conchita, una mujer verdaderamente chingona, es una tía modelo, una tía que de buena casi llega a madre, catadura estricta incluida: “No faltan intrépidos que forjen su carácter en la lucha con el ángel; yo templé el mío entre los años cincuenta y sesenta, de los ocho a los dieciocho años, en feroces encontronazos con Conchita. Tenía sus ideas. Las cosas debían ser como debían ser y no se aceptaban negativas ni disculpas, y punto. Todo perfecto y todo a su tiempo, y punto. Y no le gustaba ordenar las cosas dos veces ni que le salieran con batea de babas, y punto”. Ese rigor de Conchita, pero al mismo tiempo su proclividad al relajo, perfilaron en Blanco, presiento, la faceta de niño estudioso/niño gustoso del desmadre.
Las postales que siguen extienden el dibujo de otros afectos cercanos: el abuelo Joaquín, un tanto al margen los padres biológicos (Trini y el cubano Raúl), Arturo Sotomayor, quien se convirtió en el primer tutor intelectual, y a la poste el maestro más querido, de Blanco. Por él, dice el cronista, quiso retratar con palabras todos los rincones de la capital: “Sospecho que mi larga (y ya concluida definitivamente) tarea de cronista capitalino, fue una manera de agradecer su inspiración y su ayuda. Ganas de agradar a don Arturo. Le gustaban un poco mis cosas: ‘Pero no es eso lo que espero de ti’”.
Dos crónicas muy de su estilo aparecen en el centro de Postales trucadas: “Sueño de una tarde en la Zona Rosa” y “Los viernes del Chico”. En la primera, describe la involución de la famosa zona, que antes permitía ligues de toda índole sin tanto riesgo para luego convertirse en sitio dominado por un hampa temible: “El éxito de las drogas, especialmente de la cocaína, fue repentino y arrollador. De pronto el bar rebosaba de misteriosos y draculescos bi- poli- hetero- o asexuales y no se hacían esperar los pleitos, que ya difícilmente podían controlar los guardias y meseros. Se volvió peligroso, menos por las drogas en sí que por toda su erizada trama de capos, conectes, ganchos, espías, agentes, delatores, cobradores”. En la segunda, JJB repasa un momento importantísimo del que fue actor y testigo: el del suplemento La Cultura en México, de la revista Siempre! No deja de lucir aquí una cepillada para Monsiváis, a quien coloca en el lugar de jefe ausente y jocoso delegador del trabajo, usufructuario de prestigios y hábil tejedor de chismes.
Los momentos que siguen se anudan igual a esta autobiografía lateral de JJB, su labor como cronista de la izquierda setentera/ochentena y más, mucho más con su estilo siempre filoso y ameno, cordial y agresivo, el estilo de un escritor, insisto, indispensable de la literatura mexicana.