Una de las raras preguntas que me hizo Jesús Alvarado para nutrir su libro sobre narrativa duranguense tenía que ver con la tele: ¿Cuáles son tus programas de televisión favoritos? Mi respuesta no bromeaba: “Los de corte documental (ambientalista, zoológico, forense, deportivo, histórico…). En este sentido, me gusta mucho el canal Nat Geo. También veo noticieros, programas de opinólogos políticos y trasmisiones de deportes (futbol, beisbol); me encantan las funciones sabatinas de box. También me gusta ver Bob Esponja con mis hijas”.
Me detengo en una parte de la enumeración: las funciones sabatinas de box. En efecto, mis cercanos saben que, como a Gilberto Prado y a Gerardo García, me gusta el box desde hace añales, cuando aprendí a verlo con mi padre, todos los sábados por la noche, en la tele blanco y negro que decoraba nuestra sala como si fuera un altar. Llamadas así, “funciones sabatinas de box”, por Antonio Andere y Jorge Alarcón, los dos locutores que narraban las peleas desde el embudo de Perú 77, la famosa Arena Coliseo de la ciudad de México, esas peleas eran vistas sí o sí por mi querido jefazo, y como de niño fui teleadicto deportivo lo acompañé frente a la Philco durante millones y millones de sábados.
Era difícil aburrirse con la sabatina de box. La crónica de Andere/Alarcón fue, a mi juicio, la mejor que ha existido jamás. Pausada y a veces muy literaria, sin la estridencia pacheca de otros, la narración de aquella dupla era un dechado de relato deportivo. Andere y Alarcón sabían lo que decían, y lo decían muy bien, con un estilo sobrio y elegante, preciso, lleno de atinados apuntes sobre la calidad de la pelea y la jerarquía de los pugilistas. Lo que se presentaba por entonces en la Coliseo no era lo más selecto de la cartelera nacional, pero esos boxeadorcitos de barrio, todavía sin nombre y con tremendos apetitos de gloria, sabían darse hasta con los codos, de manera que ofrecían pleitazos memorables, “guerras mundiales en miniatura”, para decirlo con una metáfora de los locutores que describían la acción en cadena nacional.
Las funciones sabatinas han vuelto por lo menos en términos de día y horario. Se trata, en realidad, de una pelea mayor: la de TVAzteca contra Televisa por el público boxístico, nada escaso en México. Y, si lo miramos más de cerca, es un encontronazo entre cervecerías: por un lado, la marca Tecate (con TVAzteca) y, por otro, Corona (con Televisa). Sea cual sea el lío que se traen arriba, abajo, en materia estricta de box, las funciones suelen ser buenas, más cuando trepan al ring esos ilustres desconocidos que por el afán de hacer méritos se trenzan en tomaidacas de pelos, “de alarido”.
Precisamente por la re-efervescencia boxística que vivimos he leído recién Grandes leyendas del boxeo (Debolsillo, 2009), de José Ramón Garmabella (DF, 1945). Feraz reportero, Garmabella suma en su haber numerosos e interesantes libros, todos de corte periodístico. Tengo por allí El criminólogo, que pronto leeré y reseñaré, pues se refiere a Alfonso Quiroz Cuarón, chihuahuense nacido en Jiménez hacia febrero de 1910. En Grandes leyendas del boxeo, el libro del que me ocupo aquí, Garmabella entrevistó a seis divos de los encordados: Raúl Macías, José Ángel Nápoles, Ultiminio Ramos, Carlos Zárate, Guadalupe Pintor y Humberto González. De todos, sólo uno, el Ratón, ha muerto, eso el 23 de abril del año que hoy termina. No vi pelear a dos, pero allí está el YouTube para confirmar que fueron de veras lo que dicen que fueron.
En sus capítulos, Garmabella deja correr la cinta y por fortuna se entromete poco en las palabras de los boxeadores. Son ellos, pues, los que hacen este libro aderezado asimismo con una decorosa tanda de fotos. El tono campechano y dicharachero de los pugilistas pasa entonces por fragmentos de sus aventuras en los barrios y en los cuadriláteros, todo entre la fama popular que se les vino encima conforme ganaban campeonatos y se metían un buen platal en los bolsillos, no siempre bien gastado.
Dije que no vi pelear a dos de los seis entrevistados. Me refiero al Ratón Macías, que triunfó diez años antes de que yo naciera, y a Sugar Ramos, que hizo de las mejores suyas en los sesenta. Fueron ellos dos, como se sabe, idolazos nacionales. De hecho el Ratón ha sido, según los expertos, el máximo ídolo nacional en el boxeo, y en el libro Macías cuenta el origen de la frase que desde el cincuenta y tantos es un lugar común en México cuando nos queremos ver modestos en medio del éxito: “Todo se lo debo a mi mánager y a la virgencita de Guadalupe”.
Al otro que no vi fue a Ultiminio (llamado así, sin guasa, porque sus padres creían que iba a ser el “último” de sus hijos). Era feroz sobre la lona y tenía, como buen púgil cubano, una pegada letal. Es quizá el único boxeador vivo que ha tenido la mala suerte de ver morir a dos de sus rivales: uno en Cuba (José El Tigre Blanco) y otro en Los Ángeles (Davey Moore), en la pelea de su coronación mundial.
A los cuatro restantes pude verlos por televisión y sé que merecen estar en cualquier parnaso de leyendas, como éste preparado por Garmabella. Mantequilla Nápoles fue mi primer ídolo. Rápido y de boxeo fino, sabía pegar con firmeza y fue uno de nuestros mejores welters; lo admiro aparte porque se midió contra el perruno Monzón en la pelea que Cortázar convirtió en cuento: “La noche del Mantequilla”. Carlos El Cañas Zárate no era un boxeador, sino un mortero: tenía una pegada criminal, de esas capaces de esperar el segundo en el que todo debía concluir de un solo golpe. Lupe Pintor, El Indio de Cuajimalpa, es a mi parecer, de los numerosos que he visto, el boxeador mexicano más técnico, un escultor de ganchos zurdos al hígado y a la mandíbula que además sabía fajarse, lo que da idea de su plenitud boxística. Y de la Chiquita qué decir: fue un enano con dos bombas en los guantes, un paquete de dinamita sobre el ring.
Grandes leyendas del boxeo, de José Ramón Garmabella, es un placentero tour por la memoria de seis grandes, un puñadito de ídolos entre los muchos que han hecho del box el deporte más exitoso, gramo por gramo, en un país más bien acostumbrado a los fracasos deportivos.
Me detengo en una parte de la enumeración: las funciones sabatinas de box. En efecto, mis cercanos saben que, como a Gilberto Prado y a Gerardo García, me gusta el box desde hace añales, cuando aprendí a verlo con mi padre, todos los sábados por la noche, en la tele blanco y negro que decoraba nuestra sala como si fuera un altar. Llamadas así, “funciones sabatinas de box”, por Antonio Andere y Jorge Alarcón, los dos locutores que narraban las peleas desde el embudo de Perú 77, la famosa Arena Coliseo de la ciudad de México, esas peleas eran vistas sí o sí por mi querido jefazo, y como de niño fui teleadicto deportivo lo acompañé frente a la Philco durante millones y millones de sábados.
Era difícil aburrirse con la sabatina de box. La crónica de Andere/Alarcón fue, a mi juicio, la mejor que ha existido jamás. Pausada y a veces muy literaria, sin la estridencia pacheca de otros, la narración de aquella dupla era un dechado de relato deportivo. Andere y Alarcón sabían lo que decían, y lo decían muy bien, con un estilo sobrio y elegante, preciso, lleno de atinados apuntes sobre la calidad de la pelea y la jerarquía de los pugilistas. Lo que se presentaba por entonces en la Coliseo no era lo más selecto de la cartelera nacional, pero esos boxeadorcitos de barrio, todavía sin nombre y con tremendos apetitos de gloria, sabían darse hasta con los codos, de manera que ofrecían pleitazos memorables, “guerras mundiales en miniatura”, para decirlo con una metáfora de los locutores que describían la acción en cadena nacional.
Las funciones sabatinas han vuelto por lo menos en términos de día y horario. Se trata, en realidad, de una pelea mayor: la de TVAzteca contra Televisa por el público boxístico, nada escaso en México. Y, si lo miramos más de cerca, es un encontronazo entre cervecerías: por un lado, la marca Tecate (con TVAzteca) y, por otro, Corona (con Televisa). Sea cual sea el lío que se traen arriba, abajo, en materia estricta de box, las funciones suelen ser buenas, más cuando trepan al ring esos ilustres desconocidos que por el afán de hacer méritos se trenzan en tomaidacas de pelos, “de alarido”.
Precisamente por la re-efervescencia boxística que vivimos he leído recién Grandes leyendas del boxeo (Debolsillo, 2009), de José Ramón Garmabella (DF, 1945). Feraz reportero, Garmabella suma en su haber numerosos e interesantes libros, todos de corte periodístico. Tengo por allí El criminólogo, que pronto leeré y reseñaré, pues se refiere a Alfonso Quiroz Cuarón, chihuahuense nacido en Jiménez hacia febrero de 1910. En Grandes leyendas del boxeo, el libro del que me ocupo aquí, Garmabella entrevistó a seis divos de los encordados: Raúl Macías, José Ángel Nápoles, Ultiminio Ramos, Carlos Zárate, Guadalupe Pintor y Humberto González. De todos, sólo uno, el Ratón, ha muerto, eso el 23 de abril del año que hoy termina. No vi pelear a dos, pero allí está el YouTube para confirmar que fueron de veras lo que dicen que fueron.
En sus capítulos, Garmabella deja correr la cinta y por fortuna se entromete poco en las palabras de los boxeadores. Son ellos, pues, los que hacen este libro aderezado asimismo con una decorosa tanda de fotos. El tono campechano y dicharachero de los pugilistas pasa entonces por fragmentos de sus aventuras en los barrios y en los cuadriláteros, todo entre la fama popular que se les vino encima conforme ganaban campeonatos y se metían un buen platal en los bolsillos, no siempre bien gastado.
Dije que no vi pelear a dos de los seis entrevistados. Me refiero al Ratón Macías, que triunfó diez años antes de que yo naciera, y a Sugar Ramos, que hizo de las mejores suyas en los sesenta. Fueron ellos dos, como se sabe, idolazos nacionales. De hecho el Ratón ha sido, según los expertos, el máximo ídolo nacional en el boxeo, y en el libro Macías cuenta el origen de la frase que desde el cincuenta y tantos es un lugar común en México cuando nos queremos ver modestos en medio del éxito: “Todo se lo debo a mi mánager y a la virgencita de Guadalupe”.
Al otro que no vi fue a Ultiminio (llamado así, sin guasa, porque sus padres creían que iba a ser el “último” de sus hijos). Era feroz sobre la lona y tenía, como buen púgil cubano, una pegada letal. Es quizá el único boxeador vivo que ha tenido la mala suerte de ver morir a dos de sus rivales: uno en Cuba (José El Tigre Blanco) y otro en Los Ángeles (Davey Moore), en la pelea de su coronación mundial.
A los cuatro restantes pude verlos por televisión y sé que merecen estar en cualquier parnaso de leyendas, como éste preparado por Garmabella. Mantequilla Nápoles fue mi primer ídolo. Rápido y de boxeo fino, sabía pegar con firmeza y fue uno de nuestros mejores welters; lo admiro aparte porque se midió contra el perruno Monzón en la pelea que Cortázar convirtió en cuento: “La noche del Mantequilla”. Carlos El Cañas Zárate no era un boxeador, sino un mortero: tenía una pegada criminal, de esas capaces de esperar el segundo en el que todo debía concluir de un solo golpe. Lupe Pintor, El Indio de Cuajimalpa, es a mi parecer, de los numerosos que he visto, el boxeador mexicano más técnico, un escultor de ganchos zurdos al hígado y a la mandíbula que además sabía fajarse, lo que da idea de su plenitud boxística. Y de la Chiquita qué decir: fue un enano con dos bombas en los guantes, un paquete de dinamita sobre el ring.
Grandes leyendas del boxeo, de José Ramón Garmabella, es un placentero tour por la memoria de seis grandes, un puñadito de ídolos entre los muchos que han hecho del box el deporte más exitoso, gramo por gramo, en un país más bien acostumbrado a los fracasos deportivos.