Fui con toda conciencia al pabellón de Cal y Arena de la FIL 2009. Buscaba novedades de Rubem Fonseca, José Joaquín Blanco y Enrique Serna. Del último compré Giros negros, compilación de sus colaboraciones publicadas en la columna homónima de la revista Letras Libres. Como ya había leído muchas de las que ahora están arracimadas en libro, sabía perfectamente lo que me deparaba una lectura lineal y rápida gracias al asueto decembrino: la columna de Serna, como todo lo que escribe, es siempre un placer. Lo es por su inteligencia, por su estilo, por su erudición, por el malicioso desenfado de sus enfoques, por toda la experiencia callejera y libresca que irradia cada uno de sus párrafos.
Parece que exagero, pero desafío al más escéptico de los lectores que no conozca a Serna para que lo lea y luego afirme que lo aburrió o le pareció pesado. Sé que ocurrirá lo contrario, que este escritor chilango nacido en 1959 es, por la reciedumbre de su prosa, uno de los mejores, acaso el mejor, de su generación, un verdadero tigre para estos mambos. Su obra novelística no deja mentir, pues poco a poco se ha colocado entre los más destacados narradores mexicanos desde su arranque en Uno soñaba que era rey hasta Fruta verde. En Torreón tuve la fortuna de presentar Ángeles del abismo, historia que es, junto a El seductor de la patria, su trabajo de mayor calado.
Su vigorosa narrativa no empaña el valor que tiene en este caso el ofrecimiento que nos hace en Giros negros. Antes bien, el periodismo que ha ejercido como reseñador, articulista, cronista y columnista cultural es macizo complemento de una obra que pasma por su pareja calidad. Serna es, para acabar pronto, uno de esos escritores que difícilmente nos entrega una página sin músculo. Aunado a su intuición, aunado a su voraz pasión de lector, su esmerado vagabundismo lo ha llevado a convertirse en experto de todo aquello que tenga sabor a calle y luz neón. Por eso las páginas de Giros negros hacen un agudo recuento de las características y la evolución que en el deefe han tenido los giros negros, es decir, aquellos sitios en los que el alcohol y el sexo son los principales ingredientes de la noche.
En total sumas 57 piezas divididas en ocho secciones: “Vida disipada”, “Apología del pecado”, “Ejercicios espirituales”, “Radiografía del lenguaje”, “En defensa propia”, “Transgresores de oficio”, “Delitos contra la salud mental” y “Podredumbre”. Algunos segmentos insinúan desde su título lo que campea en todo el libro: la fina ironía o, más frecuentemente, el talante corrosivo de un observador nada contento con las miserias que saltan a su paso como andarín del mundo, de los libros y de los medios de comunicación. Serna es un observador perruno, un escritor de acero y con vista de Rayos X. La sensiblería, por ello, no se le da, y todo lo que afirma es apoyado en argumentos que no por subjetivos dejan de parecer, gracias a la cabrona contundencia de su prosa, verdades inobjetables.
En Serna el sentido del humor no está reñido con la inteligencia. De hecho, su confesa acritud lo haría tal vez intragable si no fuera porque todo lo que escudriña es ferozmente pasado por el tamiz del humor. Siempre hay en él un guiño, una sonrisa malévola de ilustrado francés que por más que escriba en serio no permite que sus ideas queden enganchadas en el almidonamiento. Ahora bien, el humor no llega nunca a desbordarse ni rayar en el chistoreterismo fraseológico y hueco que tal vez divierta, pero no propone ni sustenta nada. Serna mantiene esa exquisita tensión que algunos periodistas/escritores han llegado a dominar y que consiste en sonreír criticando, o criticar sonriendo, a la manera (con sus diferencias) de Sheridan, JJ Blanco, De la Borbolla, Villoro o Fadanelli, por citar sólo a cinco contemporáneos (o casi contemporáneos) de Serna que igualmente saben reír sin renunciar un solo renglón a la malicia crítica.
¿Qué temas aborda Serna en Giros negros? Responder a eso es difícil en una reseñita, pues su unidad está en el estilo y el enfoque, no en la temática. Se puede decir, sin embargo, que en todo caso hay en Serna un antropólogo-lingüista-sociólogo-comunicólogo-historiador-noctámbulo autodidacto, pues aborrece las poses de la flemosa academia. En su columna da la impresión de que entró en todo y de todo salió con una opinión original y bien escrita, la mayor parte de las veces apuntalada en referencias tomadas de libros muy bien digeridos. ¿Un ejemplo? Abundan, como en el texto “Diálogo en el vacío”: “Hace poco, en una reunión de amigos cuarentones, nuestros hijos adolescentes formaron un corrillo aparte. Todos ellos son gente sociable y amiguera, pero en vez de charlar entre sí, la mitad del tiempo hablaban por celular o mandaban recados escritos a otros amigos distantes, que a su vez ignoraban a sus interlocutores cercanos. Las palomillas de nuestra época son reuniones de autistas que están en otra parte mientras un espacio físico con sus cuates”.
Serna confirma en Giros negros el poder de su palabra y el filo de su observación. Es un tipo pensante y divertido, uno de esos sujetos que desgraciadamente ni abundan en nuestros paraísos de la solemnidad.
Parece que exagero, pero desafío al más escéptico de los lectores que no conozca a Serna para que lo lea y luego afirme que lo aburrió o le pareció pesado. Sé que ocurrirá lo contrario, que este escritor chilango nacido en 1959 es, por la reciedumbre de su prosa, uno de los mejores, acaso el mejor, de su generación, un verdadero tigre para estos mambos. Su obra novelística no deja mentir, pues poco a poco se ha colocado entre los más destacados narradores mexicanos desde su arranque en Uno soñaba que era rey hasta Fruta verde. En Torreón tuve la fortuna de presentar Ángeles del abismo, historia que es, junto a El seductor de la patria, su trabajo de mayor calado.
Su vigorosa narrativa no empaña el valor que tiene en este caso el ofrecimiento que nos hace en Giros negros. Antes bien, el periodismo que ha ejercido como reseñador, articulista, cronista y columnista cultural es macizo complemento de una obra que pasma por su pareja calidad. Serna es, para acabar pronto, uno de esos escritores que difícilmente nos entrega una página sin músculo. Aunado a su intuición, aunado a su voraz pasión de lector, su esmerado vagabundismo lo ha llevado a convertirse en experto de todo aquello que tenga sabor a calle y luz neón. Por eso las páginas de Giros negros hacen un agudo recuento de las características y la evolución que en el deefe han tenido los giros negros, es decir, aquellos sitios en los que el alcohol y el sexo son los principales ingredientes de la noche.
En total sumas 57 piezas divididas en ocho secciones: “Vida disipada”, “Apología del pecado”, “Ejercicios espirituales”, “Radiografía del lenguaje”, “En defensa propia”, “Transgresores de oficio”, “Delitos contra la salud mental” y “Podredumbre”. Algunos segmentos insinúan desde su título lo que campea en todo el libro: la fina ironía o, más frecuentemente, el talante corrosivo de un observador nada contento con las miserias que saltan a su paso como andarín del mundo, de los libros y de los medios de comunicación. Serna es un observador perruno, un escritor de acero y con vista de Rayos X. La sensiblería, por ello, no se le da, y todo lo que afirma es apoyado en argumentos que no por subjetivos dejan de parecer, gracias a la cabrona contundencia de su prosa, verdades inobjetables.
En Serna el sentido del humor no está reñido con la inteligencia. De hecho, su confesa acritud lo haría tal vez intragable si no fuera porque todo lo que escudriña es ferozmente pasado por el tamiz del humor. Siempre hay en él un guiño, una sonrisa malévola de ilustrado francés que por más que escriba en serio no permite que sus ideas queden enganchadas en el almidonamiento. Ahora bien, el humor no llega nunca a desbordarse ni rayar en el chistoreterismo fraseológico y hueco que tal vez divierta, pero no propone ni sustenta nada. Serna mantiene esa exquisita tensión que algunos periodistas/escritores han llegado a dominar y que consiste en sonreír criticando, o criticar sonriendo, a la manera (con sus diferencias) de Sheridan, JJ Blanco, De la Borbolla, Villoro o Fadanelli, por citar sólo a cinco contemporáneos (o casi contemporáneos) de Serna que igualmente saben reír sin renunciar un solo renglón a la malicia crítica.
¿Qué temas aborda Serna en Giros negros? Responder a eso es difícil en una reseñita, pues su unidad está en el estilo y el enfoque, no en la temática. Se puede decir, sin embargo, que en todo caso hay en Serna un antropólogo-lingüista-sociólogo-comunicólogo-historiador-noctámbulo autodidacto, pues aborrece las poses de la flemosa academia. En su columna da la impresión de que entró en todo y de todo salió con una opinión original y bien escrita, la mayor parte de las veces apuntalada en referencias tomadas de libros muy bien digeridos. ¿Un ejemplo? Abundan, como en el texto “Diálogo en el vacío”: “Hace poco, en una reunión de amigos cuarentones, nuestros hijos adolescentes formaron un corrillo aparte. Todos ellos son gente sociable y amiguera, pero en vez de charlar entre sí, la mitad del tiempo hablaban por celular o mandaban recados escritos a otros amigos distantes, que a su vez ignoraban a sus interlocutores cercanos. Las palomillas de nuestra época son reuniones de autistas que están en otra parte mientras un espacio físico con sus cuates”.
Serna confirma en Giros negros el poder de su palabra y el filo de su observación. Es un tipo pensante y divertido, uno de esos sujetos que desgraciadamente ni abundan en nuestros paraísos de la solemnidad.
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Libros laguneros
No estaría mal que nos diéramos una vuelta a las librerías del Teatro Martínez (Matamoros y Galeana), a la Punto y aparte (Morelos y Colón) o a la Terrazza de Cuatro Caminos. Hay allí libros de laguneros, entre ellos algunos míos, que tal vez puedan servir como regalos navideños. Como decía Agustín Lara: “Piedad, piedad por los que sufren”.
Libros laguneros
No estaría mal que nos diéramos una vuelta a las librerías del Teatro Martínez (Matamoros y Galeana), a la Punto y aparte (Morelos y Colón) o a la Terrazza de Cuatro Caminos. Hay allí libros de laguneros, entre ellos algunos míos, que tal vez puedan servir como regalos navideños. Como decía Agustín Lara: “Piedad, piedad por los que sufren”.