La palabra inconmensurable da idea de lo que significa: en sí misma parece una palabra inconmensurable, es decir, inmedible, así que colocada a un ser humano parece hiperbólica. No digo nada nuevo si se la aplico a Alfonso Reyes Ochoa, quien murió un día como hoy, 27 de diciembre, pero de 1959. Cumplimos, pues, medio siglo sin Reyes, lo que es parcialmente cierto, pues si algún mexicano de su data ha sobrevivido de alguna forma, en este caso la editorial, es él, un escritor redondo e inabarcable.
En su poema “In memoriam AR”, publicado en el diario La Nación, de Buenos Aires, el 21 de febrero de 1960, casi dos meses después de la muerte de Reyes, Borges hace, más que un elogio, un panegírico al admirado amigo mexicano con el que alguna vez trabó amistad. Reyes fue, para el argentino, un escritor circular, cabal. Cierto. A estas alturas podemos saber y comprobar que habrá mejores historiadores, narradores, diplomáticos, poetas, ensayistas, traductores y demás, pero difícilmente hay alguien que conjugue esos saberes, y otros muchos, como lo hizo Reyes. Era un hombre de intereses ecuménicos, una especie de humanista del Renacimiento que, como dicen, por “azares del destino” nació en el polvo del norte mexicano.
Le tocó vivir una niñez alegre en la casona de Bernardo Reyes, su padre, gobernador de Nuevo León. Entre precoces lecturas y cordialidad, todo caminó relativamente bien hasta que, saltados sus veinte años, su padre murió el 9 de febrero de 1913 en uno de los muchos episodios sangrientos de la decena trágica. Lo que viene para Alfonso Reyes luego de ese latigazo en su sensible biografía es la lenta y civilizada digestión del hecho infausto: pone tierra de por medio y comienza un largo peregrinar que durante más de dos décadas lo lleva a trabajar en Francia, España, Brasil y Argentina, lugares donde ejerce de todo lo posible: diplomático, periodista, investigador literario, escritor… Ese lejano trajinar no lo desprende de México, pues además de los demasiados asuntos oficiales que debía de atender, su cabeza está puesta permanentemente en la mejoría del semibárbaro país al que representaba. A la vera de su trabajo en las embajadas mexicanas, sus publicaciones siguen un derrotero múltiple: son numerosas y aparecen donde se puede, aquí y allá, en cualquier parte, a veces bien cuidadas, a veces no.
Reyes vuelve a México al cerrar la década de los treinta. Para entonces, su espíritu ha logrado desvanecer la piedra de la desolación que se formó abruptamente en su interior tras la absurda muerte de su padre. Reinstalado en su patria, Reyes tendrá veinte años para afinar lo mejor de su trabajo: forma instituciones, dialoga con jóvenes, participa un tanto forzadamente en debates públicos, investiga, publica muchísimo, lee y relee, organiza con toda conciencia su oceánica obra completa y le toca ver, a mediados de los cincuenta, que el Fondo de Cultura Económica comienza a publicarla en gruesos tomos. Además de los que aparecen para la venta masiva, el FCE le cumple una especie de capricho: saca algunos de los tomos en edición de lujo, impresos en papel fino, intonsos, para coleccionistas, en tiraje cortísimo de 104 ejemplares firmados por el autor. Reyes alcanzó a firmar los 104 ejemplares de los primeros cinco o seis volúmenes, y por extraño que parezca, dos juegos casi completos de esa serie llegaron a Torreón y aquí compré una, de suerte que, pagados casi a nada, tengo tres tomos con la firma del regiomontano. Contaré la anécdota con detalle en otra ocasión; sólo adelanto que esa incursión bibliográfica ocurrió hace casi veinte años y la compartí con Gerardo García Muñoz, quien se hizo de la otra colección disponible de milagro en La Laguna.
Además de elogios más que bien merecidos, a la figura de Reyes le han lanzado también venablos. Los más grandes (Borges, Cortázar, Paz, Fuentes, Pitol y con alguna apostilla Vargas Llosa, entre otros) lo aplaudieron y celebraron sobre todo la policromía de sus intereses y la esplendidez de su prosa, la mejor escrita, para algunos, en el ámbito de nuestra lengua. Los dardos, empero, no le faltaron ni le faltan todavía. Que no se comprometió, como si comprometerse con la escritura de miles de inteligentes páginas no fuera un compromiso. Que no era apasionado, como si apasionarse por la cultura universal no fuera suficiente pasión (“Erasmo mexicano”, lo llamó Cortázar). Que dejó una obra llena de pedacería, como si El deslinde o La antigua retórica o La crítica en la edad ateniense o Trayectoria de Goethe o Cuestiones gongorinas no fueran libros perfectamente bien articulados y compactos, orgánicos, escritos con ese estilo generosamente fresco, con aroma siempre a nuevo, de todas las muchisísimas páginas que urdió.
Ante una obra así de rica (más de 25 volúmenes y contando), los accesos a Reyes son múltiples. Se me ocurre ahora que antes de leerlo es oportuna una especie de “Introducción a Reyes”. La mejor que conozco es Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (UANL, cuarta reimpresión revisada y ampliada, 2007), de Adolfo Castañón. Pero como sea, con o sin preámbulo, Reyes sigue siendo, a cincuenta años justos de su muerte, un ejemplo de fe en el pensamiento y el poder de la palabra.
En su poema “In memoriam AR”, publicado en el diario La Nación, de Buenos Aires, el 21 de febrero de 1960, casi dos meses después de la muerte de Reyes, Borges hace, más que un elogio, un panegírico al admirado amigo mexicano con el que alguna vez trabó amistad. Reyes fue, para el argentino, un escritor circular, cabal. Cierto. A estas alturas podemos saber y comprobar que habrá mejores historiadores, narradores, diplomáticos, poetas, ensayistas, traductores y demás, pero difícilmente hay alguien que conjugue esos saberes, y otros muchos, como lo hizo Reyes. Era un hombre de intereses ecuménicos, una especie de humanista del Renacimiento que, como dicen, por “azares del destino” nació en el polvo del norte mexicano.
Le tocó vivir una niñez alegre en la casona de Bernardo Reyes, su padre, gobernador de Nuevo León. Entre precoces lecturas y cordialidad, todo caminó relativamente bien hasta que, saltados sus veinte años, su padre murió el 9 de febrero de 1913 en uno de los muchos episodios sangrientos de la decena trágica. Lo que viene para Alfonso Reyes luego de ese latigazo en su sensible biografía es la lenta y civilizada digestión del hecho infausto: pone tierra de por medio y comienza un largo peregrinar que durante más de dos décadas lo lleva a trabajar en Francia, España, Brasil y Argentina, lugares donde ejerce de todo lo posible: diplomático, periodista, investigador literario, escritor… Ese lejano trajinar no lo desprende de México, pues además de los demasiados asuntos oficiales que debía de atender, su cabeza está puesta permanentemente en la mejoría del semibárbaro país al que representaba. A la vera de su trabajo en las embajadas mexicanas, sus publicaciones siguen un derrotero múltiple: son numerosas y aparecen donde se puede, aquí y allá, en cualquier parte, a veces bien cuidadas, a veces no.
Reyes vuelve a México al cerrar la década de los treinta. Para entonces, su espíritu ha logrado desvanecer la piedra de la desolación que se formó abruptamente en su interior tras la absurda muerte de su padre. Reinstalado en su patria, Reyes tendrá veinte años para afinar lo mejor de su trabajo: forma instituciones, dialoga con jóvenes, participa un tanto forzadamente en debates públicos, investiga, publica muchísimo, lee y relee, organiza con toda conciencia su oceánica obra completa y le toca ver, a mediados de los cincuenta, que el Fondo de Cultura Económica comienza a publicarla en gruesos tomos. Además de los que aparecen para la venta masiva, el FCE le cumple una especie de capricho: saca algunos de los tomos en edición de lujo, impresos en papel fino, intonsos, para coleccionistas, en tiraje cortísimo de 104 ejemplares firmados por el autor. Reyes alcanzó a firmar los 104 ejemplares de los primeros cinco o seis volúmenes, y por extraño que parezca, dos juegos casi completos de esa serie llegaron a Torreón y aquí compré una, de suerte que, pagados casi a nada, tengo tres tomos con la firma del regiomontano. Contaré la anécdota con detalle en otra ocasión; sólo adelanto que esa incursión bibliográfica ocurrió hace casi veinte años y la compartí con Gerardo García Muñoz, quien se hizo de la otra colección disponible de milagro en La Laguna.
Además de elogios más que bien merecidos, a la figura de Reyes le han lanzado también venablos. Los más grandes (Borges, Cortázar, Paz, Fuentes, Pitol y con alguna apostilla Vargas Llosa, entre otros) lo aplaudieron y celebraron sobre todo la policromía de sus intereses y la esplendidez de su prosa, la mejor escrita, para algunos, en el ámbito de nuestra lengua. Los dardos, empero, no le faltaron ni le faltan todavía. Que no se comprometió, como si comprometerse con la escritura de miles de inteligentes páginas no fuera un compromiso. Que no era apasionado, como si apasionarse por la cultura universal no fuera suficiente pasión (“Erasmo mexicano”, lo llamó Cortázar). Que dejó una obra llena de pedacería, como si El deslinde o La antigua retórica o La crítica en la edad ateniense o Trayectoria de Goethe o Cuestiones gongorinas no fueran libros perfectamente bien articulados y compactos, orgánicos, escritos con ese estilo generosamente fresco, con aroma siempre a nuevo, de todas las muchisísimas páginas que urdió.
Ante una obra así de rica (más de 25 volúmenes y contando), los accesos a Reyes son múltiples. Se me ocurre ahora que antes de leerlo es oportuna una especie de “Introducción a Reyes”. La mejor que conozco es Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (UANL, cuarta reimpresión revisada y ampliada, 2007), de Adolfo Castañón. Pero como sea, con o sin preámbulo, Reyes sigue siendo, a cincuenta años justos de su muerte, un ejemplo de fe en el pensamiento y el poder de la palabra.
Felicitación
Ayer sábado se casó mi amigo Gerardo García Muñoz con Martha Yadira Díaz. Un abrazote y larga vida a sus compartidas alegrías.
Ayer sábado se casó mi amigo Gerardo García Muñoz con Martha Yadira Díaz. Un abrazote y larga vida a sus compartidas alegrías.