Como muchas otras necesidades, el hambre no es una abstracción. Es manejada así, inevitablemente, en informes internacionales, en reportajes, en sesudos ensayos que suponemos leen/leemos personas sin hambre. Los lectores habituales no la padecemos, o a lo mucho la sufrimos levemente —un conato de hambre— cuando se rezaga la quincena o perdemos el trabajo. Pero el hambre vil, el hambre provocada por días, meses, años de privación, el hambre que deja los huesos pegados al pellejo y agranda el sufrimiento colgado en las pupilas, ésa no la conocemos quienes leemos algo sobre el hambre, como ustedes al recorrer estas líneas y yo al escribirlas. Por ello, nosotros reflexionamos sobre el hambre en un plano ideal, como abstracción. Pero el hambre es algo concreto, brutal y asesino de miles de personas al año, la más hipócrita forma de aniquilar seres humanos.
En “El hambre y su contexto”, artículo que leí en la web Rebelión, Juan Torres López repasa algunos detalles relacionados con la callada masacre que perpetra el hambre día tras día. Torres López, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, comienza con esta afirmación: “Es habitual que cuando se habla del hambre se tienda a ver como una especie de desgracia, como un desastre colosal, una fatalidad terrible del destino. Quizá sea lo normal cuando está alcanzando una magnitud tan colosal en nuestros días: ¿quién puede atreverse a pensar que detrás de la muerte diaria de 30.000 personas puede haber algo más que eso, cómo creer que alguien puede estar causando semejante atrocidad?”.
Poco después da lugar a cifras espeluznantes: “Los factores que están haciendo que mueran 30.000 personas de hambre cada día, que solo en 2009 el número de hambrientos haya aumentado en 100 millones de personas, no son difíciles de descubrir y entender. En primer, influye de modo muy determinante la dificultad que tienen millones de personas para acceder a recursos que están a su lado, que deberían ser suyos pero cuyo uso le está vedado. De hecho, no puede pensarse que el hambre sea algo que se padece exclusivamente en países radicalmente pobres sino en los que a pesar de disponer en algún momento o ahora mismo de recursos suficientes no pueden ponerlos al servicio de sus ciudadanos. Unas veces es la tierra, otras el agua y últimamente las semillas, es decir, lo recursos más básicos que poco a poco van acumulándose por los grandes propietarios o empresas multinacionales”.
A eso agrega: “Y de un modo particularmente expreso se ha demostrado que las condiciones en que se desenvuelve el comercio internacional impiden que se pueda satisfacer ese derecho porque está pensado, en el mejor de los casos, para que genere rendimientos a nivel agregado, como ganancias del sistema de comercio en su conjunto, y a largo plazo, pero no en términos de proporcionar ganancias a las personas concretas y en relación con su capacidad efectiva para poder alimentarse. Y también han puesto de relieve que las políticas liberalizadoras están produciendo una mayor concentración de la producción, más monocultivo y expulsión de los pequeños productores porque para que puedan redundar en un más efectivo derecho a la alimentación sería necesario que se pudiera proteger la producción dedicada a la provisión autóctona y que se garatizara la diversidad. Lo que no se permite a los más pobres y débiles de la cadena de la producción alimentaria, aunque sí a los más ricos”.
Su conclusión es lógica: “… lo necesario a nivel global para combatir el hambre es invertir el equilibrio de poder, reconocer el derecho a la alimentación como plenamente exigible y anteponerlo a cualquier otro y evitar que su disfrute esté constantemente amenazado por una lógica comercial y financiera que, además de injusta, es completamente insostenible”.
El hambre, como los otros jinetes del Apocalipsis que galopan como locos en el mundo actual, es perfectamente evitable, pero en la lógica del poder no está evitar más y más daños a la gente y al planeta, sino seguir exprimiendo los recursos naturales de la Tierra con total insensibilidad. Treinta mil personas muertas por día no son nada, una abstracción nomás, para los depredadores financieros que de seguir así terminarán por matar de hambre concreta, nada abstracta, al mismísimo planeta, sin piedad ninguna.
En “El hambre y su contexto”, artículo que leí en la web Rebelión, Juan Torres López repasa algunos detalles relacionados con la callada masacre que perpetra el hambre día tras día. Torres López, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, comienza con esta afirmación: “Es habitual que cuando se habla del hambre se tienda a ver como una especie de desgracia, como un desastre colosal, una fatalidad terrible del destino. Quizá sea lo normal cuando está alcanzando una magnitud tan colosal en nuestros días: ¿quién puede atreverse a pensar que detrás de la muerte diaria de 30.000 personas puede haber algo más que eso, cómo creer que alguien puede estar causando semejante atrocidad?”.
Poco después da lugar a cifras espeluznantes: “Los factores que están haciendo que mueran 30.000 personas de hambre cada día, que solo en 2009 el número de hambrientos haya aumentado en 100 millones de personas, no son difíciles de descubrir y entender. En primer, influye de modo muy determinante la dificultad que tienen millones de personas para acceder a recursos que están a su lado, que deberían ser suyos pero cuyo uso le está vedado. De hecho, no puede pensarse que el hambre sea algo que se padece exclusivamente en países radicalmente pobres sino en los que a pesar de disponer en algún momento o ahora mismo de recursos suficientes no pueden ponerlos al servicio de sus ciudadanos. Unas veces es la tierra, otras el agua y últimamente las semillas, es decir, lo recursos más básicos que poco a poco van acumulándose por los grandes propietarios o empresas multinacionales”.
A eso agrega: “Y de un modo particularmente expreso se ha demostrado que las condiciones en que se desenvuelve el comercio internacional impiden que se pueda satisfacer ese derecho porque está pensado, en el mejor de los casos, para que genere rendimientos a nivel agregado, como ganancias del sistema de comercio en su conjunto, y a largo plazo, pero no en términos de proporcionar ganancias a las personas concretas y en relación con su capacidad efectiva para poder alimentarse. Y también han puesto de relieve que las políticas liberalizadoras están produciendo una mayor concentración de la producción, más monocultivo y expulsión de los pequeños productores porque para que puedan redundar en un más efectivo derecho a la alimentación sería necesario que se pudiera proteger la producción dedicada a la provisión autóctona y que se garatizara la diversidad. Lo que no se permite a los más pobres y débiles de la cadena de la producción alimentaria, aunque sí a los más ricos”.
Su conclusión es lógica: “… lo necesario a nivel global para combatir el hambre es invertir el equilibrio de poder, reconocer el derecho a la alimentación como plenamente exigible y anteponerlo a cualquier otro y evitar que su disfrute esté constantemente amenazado por una lógica comercial y financiera que, además de injusta, es completamente insostenible”.
El hambre, como los otros jinetes del Apocalipsis que galopan como locos en el mundo actual, es perfectamente evitable, pero en la lógica del poder no está evitar más y más daños a la gente y al planeta, sino seguir exprimiendo los recursos naturales de la Tierra con total insensibilidad. Treinta mil personas muertas por día no son nada, una abstracción nomás, para los depredadores financieros que de seguir así terminarán por matar de hambre concreta, nada abstracta, al mismísimo planeta, sin piedad ninguna.