Llegaron las vacaciones y es hora de leer y escribir sobre lo leído. Adiós por un rato, pues, a la coyuntura, y venga el placer mayor de la sola convivencia con los libros. Empiezo con una novela titulada La travesía (Seix Barral, 1995). La despaché hace un par de meses y me hizo descubrir a un escritor mayúsculo de América Latina. Es Lisandro Otero, cubano. Tenía, claro, la vaga referencia de su nombre, pero por el aislamiento bibliográfico que padecemos los laguneros nunca topé con algo de él. Mis novedades literarias las encuentro, paradójicamente, en las librerías de viejo. Allí, en una de ellas, encontré hace poco La travesía y conseguí por fin algo de Otero.
No me fue nada mal en este primer encuentro, pues La travesía es una novela exquisita y, desde ya, harto recomendable. Su personaje protagónico es un cincuentón llamado Heriberto Hernández, soltero, abúlico para casi todo y quizá por eso mismo mediocre, aunque sin tragedia. Su espíritu soso está, sin embargo, lo suficientemente atento a los vaivenes de la vida ajena y de la propia, de suerte que al conocer su “travesía” (el título es, por supuesto, irónico) nos enteramos de lo que puede llegar a sentir un alma lánguida en la Cuba revolucionaria.
Heriberto narra en primera persona y a medida que avanzamos en el conocimiento de su experiencia advertimos que es un caso extraño, una anomalía en el contexto de la isla. Cuidadoso de la estabilidad, siempre cerca de una madre castrante y enfermiza, Heriberto no arriesga nada, no da nada por los otros, no apuesta en ninguna ruleta ni se alista en un solo proyecto. Su vida es entregada al sopor, a la inanidad de la existencia que si bien no produce emociones satisfactorias, tampoco atrae las dolorosas. Todo esfuerzo individual o colectivo es para Heriberto una especie de reto que él no está dispuesto a encarar. Sólo Adriano, un tío que tiene casi su misma edad, burócrata bien instalado en la administración pública cubana, es capaz de moverlo, no sin humillación, hacia el deseo de consumar proyectos y “crecer” como persona productiva para La Patria. Pero Heriberto detesta eso. Detesta la competencia, el anhelo de triunfar, los apetitos de ascenso en cualquier organigrama. A su edad, no sabe exactamente qué desea ni en qué se le ha diluido el tiempo, y eso apenas le genera un atisbo de preocupación.
En ese deliberado aletargamiento de los deseos hay, empero, un impulso perturbador: el del sexo. Ya en su madurez, Heriberto no ha tenido experiencias amorosas de las que desestabilizan y comprometen. Con la coartada de cuidar a su madre, nunca ha querido fundar una relación con ninguna mujer, aunque la bestia que gruñe en su interior le haya exigido alguna forma del desahogo. Él la ha encontrado en la pornografía y en el onanismo, de las que es un consumado adicto. Pero las chaquetas no son suficientes y, así sea tarde, la exigencia de sus íntimos demonios es que busque una mujer: la encuentra en Angélica, una joven a la que le dobla la edad y con la que mantiene una relación verbal y pícara que no llega a mayores por la mediocridad de Heriberto, quien es todo lo contrario a un don Juan.
Heriberto no tiene vicios y parece impermeable a los afectos. Su vida, gris por todas partes, se hunde en una irreversible travesía a los abismos de la insipidez. Pese al anodino personaje, Lisandro Otero ha logrado demostrarnos en esta novela que los sujetos más cobardes y fracasados son una mina literaria cuando en ellos escarbamos sin prejuicios. Heriberto es memorable precisamente porque no es memorable, un hombre sin atributos, ni siquiera el del entusiasmo en un país que exige a sus hijos compromisos concretos y abstractos que algunos pachorrudos, por la razón que sea, no pueden asumir. Otero, además, nos deja ingresar al flácido coleto de Heriberto Hernández con una prosa rica, de sólidas imágenes y grato ritmo, pero no sobrecargada, no barroca, como cuando el viejo describe sus sesiones de autoayuda: “En los días sofocantes la visión de un escote amplio con un promisorio nacimiento de senos, o unas piernas bien afeitadas y macizas, o una falda descuidadamente abierta que permitía apreciar un arranque de piernas… cualquiera de estos incidentes me disparaban hacia la escalera de caracol donde llegaba con una erección incipiente. Bastaba un leve sobamiento para hincharla y una caricia sostenida para endurecerla. Luego, unos tironcitos ansiosos me apremiaban a apretar más el falo y marcar un ritmo pausado hasta que las contracciones en la próstata me forzaban a apresurarme y un orgasmo en seco concluía mi deleite”. Nunca mejor escrita esa afición adolescente, y muchas otras. Excelente prosa la de Lisandro Otero. Ya estoy en busca de más libros suyos.
No me fue nada mal en este primer encuentro, pues La travesía es una novela exquisita y, desde ya, harto recomendable. Su personaje protagónico es un cincuentón llamado Heriberto Hernández, soltero, abúlico para casi todo y quizá por eso mismo mediocre, aunque sin tragedia. Su espíritu soso está, sin embargo, lo suficientemente atento a los vaivenes de la vida ajena y de la propia, de suerte que al conocer su “travesía” (el título es, por supuesto, irónico) nos enteramos de lo que puede llegar a sentir un alma lánguida en la Cuba revolucionaria.
Heriberto narra en primera persona y a medida que avanzamos en el conocimiento de su experiencia advertimos que es un caso extraño, una anomalía en el contexto de la isla. Cuidadoso de la estabilidad, siempre cerca de una madre castrante y enfermiza, Heriberto no arriesga nada, no da nada por los otros, no apuesta en ninguna ruleta ni se alista en un solo proyecto. Su vida es entregada al sopor, a la inanidad de la existencia que si bien no produce emociones satisfactorias, tampoco atrae las dolorosas. Todo esfuerzo individual o colectivo es para Heriberto una especie de reto que él no está dispuesto a encarar. Sólo Adriano, un tío que tiene casi su misma edad, burócrata bien instalado en la administración pública cubana, es capaz de moverlo, no sin humillación, hacia el deseo de consumar proyectos y “crecer” como persona productiva para La Patria. Pero Heriberto detesta eso. Detesta la competencia, el anhelo de triunfar, los apetitos de ascenso en cualquier organigrama. A su edad, no sabe exactamente qué desea ni en qué se le ha diluido el tiempo, y eso apenas le genera un atisbo de preocupación.
En ese deliberado aletargamiento de los deseos hay, empero, un impulso perturbador: el del sexo. Ya en su madurez, Heriberto no ha tenido experiencias amorosas de las que desestabilizan y comprometen. Con la coartada de cuidar a su madre, nunca ha querido fundar una relación con ninguna mujer, aunque la bestia que gruñe en su interior le haya exigido alguna forma del desahogo. Él la ha encontrado en la pornografía y en el onanismo, de las que es un consumado adicto. Pero las chaquetas no son suficientes y, así sea tarde, la exigencia de sus íntimos demonios es que busque una mujer: la encuentra en Angélica, una joven a la que le dobla la edad y con la que mantiene una relación verbal y pícara que no llega a mayores por la mediocridad de Heriberto, quien es todo lo contrario a un don Juan.
Heriberto no tiene vicios y parece impermeable a los afectos. Su vida, gris por todas partes, se hunde en una irreversible travesía a los abismos de la insipidez. Pese al anodino personaje, Lisandro Otero ha logrado demostrarnos en esta novela que los sujetos más cobardes y fracasados son una mina literaria cuando en ellos escarbamos sin prejuicios. Heriberto es memorable precisamente porque no es memorable, un hombre sin atributos, ni siquiera el del entusiasmo en un país que exige a sus hijos compromisos concretos y abstractos que algunos pachorrudos, por la razón que sea, no pueden asumir. Otero, además, nos deja ingresar al flácido coleto de Heriberto Hernández con una prosa rica, de sólidas imágenes y grato ritmo, pero no sobrecargada, no barroca, como cuando el viejo describe sus sesiones de autoayuda: “En los días sofocantes la visión de un escote amplio con un promisorio nacimiento de senos, o unas piernas bien afeitadas y macizas, o una falda descuidadamente abierta que permitía apreciar un arranque de piernas… cualquiera de estos incidentes me disparaban hacia la escalera de caracol donde llegaba con una erección incipiente. Bastaba un leve sobamiento para hincharla y una caricia sostenida para endurecerla. Luego, unos tironcitos ansiosos me apremiaban a apretar más el falo y marcar un ritmo pausado hasta que las contracciones en la próstata me forzaban a apresurarme y un orgasmo en seco concluía mi deleite”. Nunca mejor escrita esa afición adolescente, y muchas otras. Excelente prosa la de Lisandro Otero. Ya estoy en busca de más libros suyos.