Ni idealizar ni generalizar, para no caer en odiosos estereotipos, pero lo que ha hecho la novena japonesa al ganar por segunda vez el mundial de beisbol lleva a pensar en un país tan bien organizado que se da el lujo de ganarle, para no decir más, a los inventores de ese deporte y a los cubanos, que no lo inventaron pero se supone que lo juegan de maravilla. Quizá por ahora los países beisboleros le han prestado regular atención a ese mundial, pero es de suponer que en algunos años tal justa alcanzará a gozar de mayor penetración en el planeta. Mientras eso ocurre, los nipones ya se embolsaron dos trofeos y no dan trazas de tomar a la ligera eso que les gusta tanto y por lo que pagan la millonada.
Vi —recuérdese que además del fut soy apasionado del beis, del básquet, del box y de la matatena, único deporte, él último, que ahora puedo practicar— algunos partidos del mundial beisbolero y me impresionaron los japoneses y los coreanos. Esos cabrones chinos hijos de la chingada juegan pelota casi perfecta, no se equivocan, siguen las reglas del librito con vocación maquinal y dejan la impresión de que nunca van a rendirse. A diferencia, por ejemplo, de los nuestros, comandados esta vez por Vinicio Castilla, los orientales saltan al terreno de juego y hacen todo con una concentración kalimanesca, jamás dudan, y poco a poco van minando a sus rivales, carrerita tras carrerita, sin desesperarse ante nada. Sonríen poco, siempre tienen la cabeza puesta en lo que sigue, en el batazo o en la atrapada imprescindibles ora para empujar una carrera, ora para hacer out a los rivales. Me impresionaron.
Vi también algo de los venezolanos, de los puertorriqueños y, por supuesto, de los cubanos; estos despacharon dos veces, lo sabemos, al conjunto azteca, y lo hicieron con tremendas palizas. México sólo pudo verse más o menos bien frente a dos rivales que en teoría no deben darle guerra: Australia y Sudáfrica. Fuera de eso, los cubanos y los coreanos le dieron tremendas repasadas, casi como si fueran futbolistas de la selección pambolera frente a los Estados Unidos. No me burlo, simplemente observo que frente al orden y la disciplina, el caos y la desesperación. El equipo de Castilla apenas pudo lucir un poco frente a las franelas australiana y sudafricana; al encarar a rivales de mayor peso se vio como suele verse nuestro país en competencias de conjunto: mal, sin convicción ganadora, con miedos escénicos que paralizan a cada jugador y lo ponen out antes de que entre en acción.
En cambio, Japón y Corea dictaron cátedra de todo lo bueno que puede hacer un equipo para encaminarse a la victoria. Cualquier aficionado mediocre al beis podía notar que en el rostro de esos peloteros se dibujaba el deseo de ganar, pero no arrebatadamente. Pongo por caso contrastante lo que hacía México: cada vez que necesitaba carreras, los jugadores del tricolor trataban de pegar jonrón, de hacer “la jugada grande”. Al contrario, los orientales actuaban como engranes, casi con disciplina castrense: cuando necesitaban embasarse, se embasaban; cuando requerían robar una base, la robaban; cuando necesitaban el roletazo de doble matanza, lo forzaban; cuando les urgía el ponche, lo aplicaban. El asunto aquí pasa, creo, por la confianza, por la seguridad en el trabajo de conjunto, casi como si fueran espejo de las sociedades en las que se han criado: espacios de exigencia y de disciplina, de creatividad y de respeto al mérito.
Ni de broma soy experto en beis, como no lo soy en nada, que yo sepa, pero con pocas luces se puede advertir la enorme distancia que todavía debemos cruzar para creer que podemos, para confiar en uno como individuo y en nosotros como colectividad. Esa lección me queda del poderoso y ejemplar beis japonés.
Vi —recuérdese que además del fut soy apasionado del beis, del básquet, del box y de la matatena, único deporte, él último, que ahora puedo practicar— algunos partidos del mundial beisbolero y me impresionaron los japoneses y los coreanos. Esos cabrones chinos hijos de la chingada juegan pelota casi perfecta, no se equivocan, siguen las reglas del librito con vocación maquinal y dejan la impresión de que nunca van a rendirse. A diferencia, por ejemplo, de los nuestros, comandados esta vez por Vinicio Castilla, los orientales saltan al terreno de juego y hacen todo con una concentración kalimanesca, jamás dudan, y poco a poco van minando a sus rivales, carrerita tras carrerita, sin desesperarse ante nada. Sonríen poco, siempre tienen la cabeza puesta en lo que sigue, en el batazo o en la atrapada imprescindibles ora para empujar una carrera, ora para hacer out a los rivales. Me impresionaron.
Vi también algo de los venezolanos, de los puertorriqueños y, por supuesto, de los cubanos; estos despacharon dos veces, lo sabemos, al conjunto azteca, y lo hicieron con tremendas palizas. México sólo pudo verse más o menos bien frente a dos rivales que en teoría no deben darle guerra: Australia y Sudáfrica. Fuera de eso, los cubanos y los coreanos le dieron tremendas repasadas, casi como si fueran futbolistas de la selección pambolera frente a los Estados Unidos. No me burlo, simplemente observo que frente al orden y la disciplina, el caos y la desesperación. El equipo de Castilla apenas pudo lucir un poco frente a las franelas australiana y sudafricana; al encarar a rivales de mayor peso se vio como suele verse nuestro país en competencias de conjunto: mal, sin convicción ganadora, con miedos escénicos que paralizan a cada jugador y lo ponen out antes de que entre en acción.
En cambio, Japón y Corea dictaron cátedra de todo lo bueno que puede hacer un equipo para encaminarse a la victoria. Cualquier aficionado mediocre al beis podía notar que en el rostro de esos peloteros se dibujaba el deseo de ganar, pero no arrebatadamente. Pongo por caso contrastante lo que hacía México: cada vez que necesitaba carreras, los jugadores del tricolor trataban de pegar jonrón, de hacer “la jugada grande”. Al contrario, los orientales actuaban como engranes, casi con disciplina castrense: cuando necesitaban embasarse, se embasaban; cuando requerían robar una base, la robaban; cuando necesitaban el roletazo de doble matanza, lo forzaban; cuando les urgía el ponche, lo aplicaban. El asunto aquí pasa, creo, por la confianza, por la seguridad en el trabajo de conjunto, casi como si fueran espejo de las sociedades en las que se han criado: espacios de exigencia y de disciplina, de creatividad y de respeto al mérito.
Ni de broma soy experto en beis, como no lo soy en nada, que yo sepa, pero con pocas luces se puede advertir la enorme distancia que todavía debemos cruzar para creer que podemos, para confiar en uno como individuo y en nosotros como colectividad. Esa lección me queda del poderoso y ejemplar beis japonés.