sábado, marzo 07, 2009

De Liverpool a Ushuaia



El lunes pasado concluyó la edición cincuenta de la Muestra Internacional de Cine. Para seguir con mi pésima costumbre, vi pocas películas, aunque debo decir que a todas las que vi les atiné. Una de ellas, tal vez la mejor, fue Liverpool (2008), del cineasta argentino Lisandro Alonso. La ficha técnica anota que es una coproducción de Argentina, Francia, Países Bajos, Alemania y España. El guión es del mismo Alonso en colaboración con Salvador Roselli.
Liverpool me parece un ejemplo acabado de conjunción forma-fondo. Frente al ritmo al que nos tiene acostumbrado el cine de California, la cinta de Alonso parece detenida en el tiempo, terca en una tesitura morosa. Conforme al tema que aborda, la película comienza en el interior de un inmenso barco carguero que hace la ruta de Inglaterra a la Tierra del Fuego. Cuando para en Ushuaia, es decir, en el último rincón sureño del continente americano, el marinero Farrel (Juan Fernández) le solicita a su capitán un par de días libres para bajar y visitar “a su vieja”, lo que en Argentina significa visitar a su madre. Obtiene el permiso y sin más prepara una pequeña maleta en la que no falta una botella de alcohol a la que en lo sucesivo le pegará muy buenos buches. El clima de Ushuaia es extremo: todo está decorado por la nieve, por un frío ventoso que no deja margen al optimismo. La cruda inmensidad de las tierras fueguinas sirve de fondo al deseo de Farrel por reencontrarse con su madre luego de, suponemos, una vida entera sin verla.
De aventón, caminando a trechos, Farrel da con el poblado fantasma en el que pasó su infancia, un aserradero enclavado en la más absoluta nada. Para llegar a él, la película camina con tomas fijas que llegan a durar, inmóviles, hasta cinco minutos sin intercorte alguno. Igual, los diálogos son escasos y breves, como si en Ushuaia se congelaran hasta las palabras. En la sinopsis de Liverpool hay una hija que yo más bien ubico como hermana: “Filmado en los inhóspitos parajes de Tierra del Fuego —donde reinan la nieve y la soledad—, el cuarto largometraje de Alonso, a diferencia de sus filmes previos en los que actores no profesionales se interpretaban a sí mismos, tiene como protagonista a un personaje nacido de la ficción. Farrel es un marinero alcohólico que regresa, tras una larga ausencia, a su natal Ushuaia para ver si su madre aún vive. Su búsqueda arrojará los más sorpresivos resultados y una posible hija aparecerá en su camino. Tal como lo hiciera en La libertad y Los muertos, Alonso vuelve a emplear tomas largas y casi estáticas para confeccionar un retrato en el que la vida de los personajes es tan aislada como el paisaje que los rodea”.
Sea lo que fuere, Analía (Giselle Irrazábal) apenas lo reconoce, pues padece una evidente tara. En el desmejorado círculo familiar, Farrel se reencuentra con su madre. La halla enferma, ya decrépita, tendida en una cama y también afectada de sus condiciones mentales. El momento en el que Farrel “conversa” con ella es gélidamente desgarrador, pues en unas cuantas palabras advierte que el reencuentro será frustrante. Su madre ya ni lo reconoce, lo mira casi con indiferencia desde su vulnerable ancianidad.
Así como llega, en encuadres eternos y lentos, con la eternidad y la lentitud que retrata fielmente un lugar del mundo en el que la vida es desolación, Farrel abandona el pueblo. Antes de partir, de casualidad ve a Analía y le regala un llavero grande, metálico y rojo, que dice la palabra “Liverpool”. No es, claro, un filme que acomode al gusto estandarizado de hoy, un gusto formado por la vertiginosa estética de Hollywood. Pese a ello, Liverpool logra con creces su propósito: en la desolación del paisaje vemos la desolación del ser humano, la desdicha que suele provocar el regreso hacia el pasado.