No puedo despachar en dos cuartillas un tema así de complejo y que me queda tan cerca; por eso le he dedicado, acaso como pocos en La Laguna, una decena de aproximaciones que ha circulado como circula todo lo mío: sin dejar de parecer inédito. Hoy apelo a una anécdota y a una cita textual. Avanzo en mi coche y de copiloto llevo a un escritor mexicano muy conocido; es mayor de sesenta años. No digo más sobre él, pues la anécdota que cuento no me autoriza a citar su nombre. Por esas carambolas que tiene toda conversación espontánea, en cierto instante nos instalamos en el tema de las chambas y de los pagos. En un alarde de sinceridad, sin dramatismos, el escritor, que es una verdadera lumbrera, me comenta que hace algunas semanas su cuenta de ahorros tocó fondo al alcanzar la cifra de quinientos pesos. Claro, habían sido meses sin mucho jale y además no le habían pagado unas deudas por artículos y prólogos y conferencias y qué sé yo; el caso es que durante algunos días todo su capital ascendió a quinientos pesos. No había, como digo, dramatismo en sus comentarios, sólo el tono de quien describe una situación más o menos incómoda. Yo fui el que me alarmé: “¿Cómo, maestro, tiene usted, con todo y su prestigio literario, problemas económicos?”. Su respuesta prosiguió en el tono sereno: “Claro, siempre los he tenido”. Y resumí, casi decepcionado: “Bueno, maestro: si usted, que es usted, pasa por ésas, imagínese cómo le hacemos nosotros por acá”. Tal es la anécdota. Su moraleja es triste.
La cita textual proviene del libro titulado El décimo hombre, de Graham Greene (Booket, 1999). Allí, el supernovelista inglés ofrece un prólogo que en una parte transita el tema de la estrechez: “La razón por la que firmé el contrato fue que cuando la guerra terminó y abandoné mi empleo en la Administración temí que mi familia se viera en dificultades debido al precario estado de mi economía. Antes de la guerra no había podido mantenerla con el solo recurso de escribir novelas. Había estado, de hecho, endeudado con mis editores hasta 1938, en que Brighton, parque de atracciones vendió ocho mil ejemplares y saldó temporalmente nuestras cuentas. El poder y la gloria, que apareció más o menos en la época de la invasión de occidente, en una edición de unos tres mil quinientos ejemplares, apenas mejoró la situación. Yo no tenía confianza en mi futuro como novelista, y en 1944 acepté gustoso lo que resultó ser un contrato casi de esclavo con la MGM, que al menos nos aseguraba a mí y a los míos un medio de vida suficiente durante un par de años, a cambio de la idea de El décimo hombre”.
En suma, un escritor vivo, famoso, culto, premiado, políglota, un escritor que ha convivido con la crema de la crema de la intelectualidad chilanga pasa todavía por apuros económicos. Y un escritor todavía más famoso, un monstruo de las letras inglesas del siglo XX, alguien que escribió El poder y la gloria, no veía resuelta, pese a ello, su situación material ni la de su familia. La conclusión no puede ser más pesimista: sin el talento de aquellos, ubicado en un contexto cultural menor y cicatero, el escritor mexicano de provincia está condenado a la indigencia. Por eso me suena un poco (por decir lo menos) ligero opinar en contra de esos (malditos) escritores que escriben para concursos o buscan becas. No voy a ser yo el que diga si los concursos y las becas son buenos o malos en sí mismos, o sí en México suelen ser otorgados con justicia o sin ella, pero lo cierto es que un premio es, la mayoría de las veces, la única esperanza (microscópica, además) de sacarle un peso de legítima ganancia a la escritura literaria, y una beca es por lo general poca cosa si la comparamos con las becas que reciben (para dedicarse al ocio) los diputados y los senadores. La discusión es amplia, claro. Por lo pronto, me queda la certeza de que el escritor auténtico escribirá con o sin premios y becas, aunque es mejor hacerlo sin tanta angustia de por medio.
La cita textual proviene del libro titulado El décimo hombre, de Graham Greene (Booket, 1999). Allí, el supernovelista inglés ofrece un prólogo que en una parte transita el tema de la estrechez: “La razón por la que firmé el contrato fue que cuando la guerra terminó y abandoné mi empleo en la Administración temí que mi familia se viera en dificultades debido al precario estado de mi economía. Antes de la guerra no había podido mantenerla con el solo recurso de escribir novelas. Había estado, de hecho, endeudado con mis editores hasta 1938, en que Brighton, parque de atracciones vendió ocho mil ejemplares y saldó temporalmente nuestras cuentas. El poder y la gloria, que apareció más o menos en la época de la invasión de occidente, en una edición de unos tres mil quinientos ejemplares, apenas mejoró la situación. Yo no tenía confianza en mi futuro como novelista, y en 1944 acepté gustoso lo que resultó ser un contrato casi de esclavo con la MGM, que al menos nos aseguraba a mí y a los míos un medio de vida suficiente durante un par de años, a cambio de la idea de El décimo hombre”.
En suma, un escritor vivo, famoso, culto, premiado, políglota, un escritor que ha convivido con la crema de la crema de la intelectualidad chilanga pasa todavía por apuros económicos. Y un escritor todavía más famoso, un monstruo de las letras inglesas del siglo XX, alguien que escribió El poder y la gloria, no veía resuelta, pese a ello, su situación material ni la de su familia. La conclusión no puede ser más pesimista: sin el talento de aquellos, ubicado en un contexto cultural menor y cicatero, el escritor mexicano de provincia está condenado a la indigencia. Por eso me suena un poco (por decir lo menos) ligero opinar en contra de esos (malditos) escritores que escriben para concursos o buscan becas. No voy a ser yo el que diga si los concursos y las becas son buenos o malos en sí mismos, o sí en México suelen ser otorgados con justicia o sin ella, pero lo cierto es que un premio es, la mayoría de las veces, la única esperanza (microscópica, además) de sacarle un peso de legítima ganancia a la escritura literaria, y una beca es por lo general poca cosa si la comparamos con las becas que reciben (para dedicarse al ocio) los diputados y los senadores. La discusión es amplia, claro. Por lo pronto, me queda la certeza de que el escritor auténtico escribirá con o sin premios y becas, aunque es mejor hacerlo sin tanta angustia de por medio.