jueves, septiembre 04, 2008

Mil veces carajo



Oí ayer al analista Jorge Zepeda en el programa de Carmen Aristegui. Con una metáfora elocuente señaló que en México el edificio de la justicia estaba carcomido por la impunidad, y que urge acabar con eso. Tiene razón, como la tienen todos los que, con metáfora o sin ella, señalan que hay una maraña de complicidades en todo el aparato gubernamental. Yo también estoy de acuerdo, pero me inquieta una pregunta bisilábica: ¿cómo? En esta hora sangrienta, tengo la mugrosa impresión de que hasta el más rezagado analista del Zacazonapan News sabe las causas del desastre y propone que esto termine. Lo que falta, entonces, es saber qué diantres hacemos para acabar con la gonorrea de la violencia.
Si el Estado no sabe, menos los mortales que vemos el Mal a ras de tierra. Yo, al menos, no tengo ni la más méndiga idea del camino a seguir para emerger salvos del pantano. Tuve hace años, lo dije y lo repito, la peregrina idea de que la vía electoral era capaz de abrir una opción nueva de gobierno para México. En ambas ocasiones, el hachazo del poder federal, mediático y empresarial decapitó esas posibilidades, de suerte que no hubo margen a la experimentación de una alternativa diferente. Los que en sus respectivos momentos se ensañaron contra Cárdenas y López Obrador, se empecinaron en la especulación pura: eran populistas, violentos, déspotas, desestabilizadores. Ni Cárdenas ni López Obrador pudieron demostrar en el gobierno federal que eran populistas, violentos, déspotas, desestabilizadores. Todo fue especulación, violencia verbal aupada por los medios y coreada por el pueblo conciente de sus obligaciones patrióticas.
Si hoy estamos así, es porque siempre hemos tenido gobiernos antipopulares, mafiosos, entreguistas y logreros. Se asombran de la violencia quienes siempre han creído que la única que hay es la que saca sangre y es producida por armas largas. Acostumbrados a preocuparse por el niño cuando ya se ahogó, muchos nunca dijeron nada ni castigaron, por ejemplo, las trapacerías de Fox, quien tuvo la oportunidad histórica de sentar las bases para la consolidación de un nuevo Estado y lo que hizo y entregó fue una ruina de país. En su circunstancia, como heredero del sistema político mexicano acostumbrado al agandalle, el foxismo debió trabajar con pinzas en cada área estratégica, seguridad incluida. Ocurrió lo contrario. En todos los rubros procedió como procede un alienado: a lo pendejo. Pero tenía, para salir airoso, una coartada: no se puede rehacer en seis años lo que fue destruido en 70. Así cualquiera. Nadie esperaba que de golpe nos convirtiéramos en Suiza, pero fue evidente que ni siquiera nos dio la alegría del estancamiento. Fatalmente, retrocedimos, y en el caso específico de la inseguridad, terminamos aquel sexenio con varios frentes incendiados.
Fox tuvo en sus manos el gobierno del país, y no hizo nada. Recibió un castigo electoral ejemplar, pero es un hecho que muchos mexicanos aceptaron de buen grado seguir con el experimento y apoyaron a Calderón, quien el lunes cumplió dos años e informó, gracias a su cómplice histórico, la televisión, sobre el estado que guarda la nación. Las preguntas fueron acolchonadas, ad hoc, sin videos de archivo ni intromisiones que le refrescaran la memoria al michoacano sobre lo que prometió en campaña y no ha cumplido. Llegará el día, ya está llegando, en el que Calderón declare que no se puede recomponer en seis años lo que fue destruido en 76. Qué absurdo parece todo. Es surrealista: el presidente firme frente a las cámaras, la tele en su papelazo y los empresarios enojados con el gobierno que ayudaron a imponer. Carajo, carajo, mil veces carajo. Y así seguiremos, pues, viendo que las horas del país siguen pasando mientras doblan las campanas no por los muertos, sino por nosotros.