Algunos dicen que el mejor arbitraje futbolero es el que no se ve. Cuando resalta, cuando el hombre del silbato aparece a cuadro persistentemente, quiere decir que algo anda mal, que el protagonismo del de negro obedece a una falla en su trabajo. Así pues, hay ciertas labores que valen más en la medida en que resaltan menos. Es el caso del trabajo policiaco. Si es silencioso, si apenas deja que se noten sus agentes en las calles y nunca anda metido en broncas, entonces podemos asegurar que hace bien o decorosamente su trabajo.
Eso es lo que habíamos visto en las administraciones municipales torreonenses. Como todas en México (unas más, otras menos, pero todas) arrastra los atávicos lastres de la corrupción que hacen de ella una cartera lucrativa en cualquier ayuntamiento. La de Torreón, insisto, nunca ha sido excepcional; desde que tengo uso de razón periodística, la autoridad (o sea, el alcalde) coloca a un hombre de sus confianzas en la dirección de seguridad, señala que es especialista en la materia, promete tranquilidad a los colonos y a la larga se da, o se ha dado, un esquema de corrupción tolerada y tolerable. Los agentes han salido siempre a las calles, vigilan a medio gas, ruñen lo que se puede aquí y allá, entregan una cuota a la jefatura, se quedan con lo que sobra y listo, todos felices. No es un modelo de policía, pero hasta hace poco eso funcionó a la perfección, pues la policía enfrentaba a rufianes de poca monta (mariposeros, aleteros, coscorroneros, cristaleros, carteristas, farderas, mariguanos, tinacos, chemos…) o a ciudadanos con algún trago extra de alcohol en el espíritu y eso dejaba lo suficiente para el tequiliú (cuota con la que se queda la jefatura policial) y para el propio patrullero, ya fuera agente de tránsito o policía.
En menos de dos años, sin embargo, la realidad cambió abruptamente. Dentro del contexto nacional de la lucha territorial entre tirios y troyanos de la droga, La Laguna experimentó, y vive todavía, un permanente acomodo y reacomodo de fuerzas en la oscuridad. No resulta nada extraño, pues, que tarde o temprano la arcadia policiaca lagunera se haya visto alterada por el ajetreo. Quien diga que éste es el escenario más grave del país, miente; todavía no llegamos a las cotas de Tijuana o Ciudad Juárez, por citar sólo dos casos de desbordamiento. Pero el horno ya se calentó, como lo pudimos ver en la cruenta y lamentable noticia (nacional, por cierto) sobre el enfrentamiento desigual entre fuerzas federales contra municipales.
Digo lamentable, sin dudarlo, porque, pese a todo, no deja de ser entristecedora la imagen de los policías municipales semidesnudos o bocabajeados, sometidos por el mayor equipamiento y la mayor autoridad de los federales. Es, para estar a tono con el paisito que nos cupo en suerte, otra postal kafkiana. Sin pruebas contundentes en la mano, es posible, creíble y no sé si hasta entendible aceptar que hayan sido permeados por la delincuencia, pero tan ingrato es eso como ver que las policías (de cualquier orden y jurisdicción) se echen bala y produzcan uno de los espectáculos más denigrantes que recuerde la historia de La Laguna.
Se ha evaporado entonces, en unas cuantas horas, lo poco que quedaba del sueño guajirísimo de articular la mejor policía del norte del país. Habida cuenta de que, con o sin narco, las policías en México responden a inercias culturales cuyo desarraigo costaría décadas, era un hecho que en el teatro actual del país, en una guerra que pone en juego a toda la fuerza pública, incluida la del ejército, una pobre policía municipal difícilmente iba a poder salir airosa, incólume, de tal dinámica. Se acabó la quimera. Ya no tendremos la mejor policía de México. Conformémonos ahora con una que propine mordidas leves y que no se note mucho, como las de antes.
Eso es lo que habíamos visto en las administraciones municipales torreonenses. Como todas en México (unas más, otras menos, pero todas) arrastra los atávicos lastres de la corrupción que hacen de ella una cartera lucrativa en cualquier ayuntamiento. La de Torreón, insisto, nunca ha sido excepcional; desde que tengo uso de razón periodística, la autoridad (o sea, el alcalde) coloca a un hombre de sus confianzas en la dirección de seguridad, señala que es especialista en la materia, promete tranquilidad a los colonos y a la larga se da, o se ha dado, un esquema de corrupción tolerada y tolerable. Los agentes han salido siempre a las calles, vigilan a medio gas, ruñen lo que se puede aquí y allá, entregan una cuota a la jefatura, se quedan con lo que sobra y listo, todos felices. No es un modelo de policía, pero hasta hace poco eso funcionó a la perfección, pues la policía enfrentaba a rufianes de poca monta (mariposeros, aleteros, coscorroneros, cristaleros, carteristas, farderas, mariguanos, tinacos, chemos…) o a ciudadanos con algún trago extra de alcohol en el espíritu y eso dejaba lo suficiente para el tequiliú (cuota con la que se queda la jefatura policial) y para el propio patrullero, ya fuera agente de tránsito o policía.
En menos de dos años, sin embargo, la realidad cambió abruptamente. Dentro del contexto nacional de la lucha territorial entre tirios y troyanos de la droga, La Laguna experimentó, y vive todavía, un permanente acomodo y reacomodo de fuerzas en la oscuridad. No resulta nada extraño, pues, que tarde o temprano la arcadia policiaca lagunera se haya visto alterada por el ajetreo. Quien diga que éste es el escenario más grave del país, miente; todavía no llegamos a las cotas de Tijuana o Ciudad Juárez, por citar sólo dos casos de desbordamiento. Pero el horno ya se calentó, como lo pudimos ver en la cruenta y lamentable noticia (nacional, por cierto) sobre el enfrentamiento desigual entre fuerzas federales contra municipales.
Digo lamentable, sin dudarlo, porque, pese a todo, no deja de ser entristecedora la imagen de los policías municipales semidesnudos o bocabajeados, sometidos por el mayor equipamiento y la mayor autoridad de los federales. Es, para estar a tono con el paisito que nos cupo en suerte, otra postal kafkiana. Sin pruebas contundentes en la mano, es posible, creíble y no sé si hasta entendible aceptar que hayan sido permeados por la delincuencia, pero tan ingrato es eso como ver que las policías (de cualquier orden y jurisdicción) se echen bala y produzcan uno de los espectáculos más denigrantes que recuerde la historia de La Laguna.
Se ha evaporado entonces, en unas cuantas horas, lo poco que quedaba del sueño guajirísimo de articular la mejor policía del norte del país. Habida cuenta de que, con o sin narco, las policías en México responden a inercias culturales cuyo desarraigo costaría décadas, era un hecho que en el teatro actual del país, en una guerra que pone en juego a toda la fuerza pública, incluida la del ejército, una pobre policía municipal difícilmente iba a poder salir airosa, incólume, de tal dinámica. Se acabó la quimera. Ya no tendremos la mejor policía de México. Conformémonos ahora con una que propine mordidas leves y que no se note mucho, como las de antes.