El máximo representante de la poesía lagunera tiene nombre de mujer: Enriqueta Ochoa. Junto a la multitud de poetas que nos ha cabido en suerte, la obra de Enriqueta destaca por su luminosidad, por su consistencia, por su hondura y por su permanente lozanía. Al leerla, uno comprueba que la suya es una poesía sin edad, ajena al paso de los días, como intemporal. Sus temas tocan de frente los latidos más íntimos del ánimo humano, de suerte que siempre hay en los versos de la torreonense una pátina de trascendencia, de eternidad filosófica. No es, pues, la de Enriqueta, una poesía de inmediateces pasajeras: la suya destaca precisamente porque siempre arrostra sus asuntos con el punzante deseo de llegar al cogollo de los temas, como interesada siempre en el más allá de las palabras y las cosas. El destino quiso, pues, que el máximo representante de la poesía nacida en el Nazas fuera una mujer, y ella es, insisto, Enriqueta Ochoa.
Como Fuentes, como García Márquez, la poeta lagunera nació hace ochenta años. Aquí, en Torreón, pasó los años más importantes de su vida, los formativos de su condición poética. Todos sabemos que la primera preceptiva la recibió de Rafael del Río, el escritor saltillense que militó en el grupo Cauce, acaso el primer emprendimiento serio en la historia de la literatura lagunera. Apenas a los 22 años, la joven poeta de nuestra comarca da a la prensa sus primeras creaturas verbales, y es instantánea la buena acogida que reciben. Las urgencias de un Dios, que publica al promediar el siglo XX, muestra de aquella chiquilla un temple creativo inusual, tanto que podemos hablar de genial precocidad sin temor a parecer exagerados. Ni los escritores ya maduros de la localidad podían asemejar su poesía a la contenida en Las urgencias de un Dios, libro que sería el cimiento de una carrera sin desvíos ni recaídas, carrera con la vista fija en un quehacer poético que a la larga produciría uno de los corpus literarios más valiosos de la poesía mexicana a secas, no necesariamente adjetivable como femenina o feminista.
Al ochenta aniversario del nacimiento de Enriqueta Ochoa obedece la justicia que le hace el Fondo de Cultura Económica con la publicación de Poesía reunida. Que yo sepa, es hasta el momento la más ambiciosa colección de su obra toda, desparramada en cerca de una decena de libros entre los que se cuenta un inédito que gracias a este tomote del Fondo ha dejado de ser eso, inédito. Con un prólogo de Esther Hernández Palacios, Poesía reunida es, podemos decirlo desde ahora, la herencia cabal de una escritora que administró su talento para dar a la prensa los poemas exactos, como quien obedece al llamado de la perfección. No hay parquedad aquí, pero tampoco rebaba, sobrante que ocupa hojas nomás por ocuparlas. Los lectores que asomen la vista al florido huerto de Enriqueta encontrarán una poesía cincelada con el estilo —estilo en este caso como sinónimo de punzón— del desgarramiento, como bien lo advierte la prologuista. Ese desgarramiento, sin embargo, se nos ofrece con el atuendo de una belleza formal que hace preciosa la convivencia con los versos. Si una idea rige, a mi juicio, el trabajo de la torreonense, es la soledad esencial del hombre en tanto animal echado al mundo con el solo patrimonio de lo que está debajo de su piel. No se piense, empero, que la autora deambula por un motivo recurrente, monocromático. Como observa Hernández Palacios, Ochoa es habitada por obsesiones, pero su peregrinar temático toca variadas estaciones: “… en sus versos están el deseo y la realización del amor, la maternidad, la obsesión por lo divino, los encuentros con otras culturas, la muerte de los seres queridos, el desarraigo de la hija, la soledad, la vejez”. En otros términos, el itinerario que traza la aventura literaria de Enriqueta Ochoa ha hecho paradas importantes en las pasiones y las perplejidades que suelen atarear a los poetas de mejor ley, aquellos asuntos impregnados tercamente por el aroma de la trascendencia.
Poesía reunida acusa un valor notabilísimo y era, sin duda, una deuda que el mundo editorial del país debía pagar, alguna vez, a Enriqueta Ochoa. Es un gusto que tal pendiente haya sido saldado en este 2008, con la poeta homenajeada todavía entre nosotros, lo que esperamos continúe por muchos años. Ella, Enriqueta y su obra, son un testimonio fiel de que la poesía es, básicamente, preguntar e intentar una respuesta, asombrarse ante el misterio en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. En efecto, la nacida en Torreón ha cargado sobre sus espaldas, acaso sin saberlo, la angustia de miles de hombres y mujeres que a ciegas pasan o pasamos por el mundo sin saber bien a bien cuál es la formulación adecuada de las interrogantes ni mucho menos las respuestas. La poeta, sumergida en sus éxtasis hasta los más profundo del abismo que la habita, halla para nosotros un conato de claridad, un destello de transparencia en la noche que es, que suele ser, este vivir. Ahí engarza, precisamente, la universalidad de su poesía: al bucear, palpar y describir las nebulosas sombras de su ser más oculto, encontramos que todos somos Enriqueta, que hasta el hombre más elemental (y digo hombre, obvio, en el sentido genérico de la palabra) ha padecido los golpes de la sinrazón que parece atravesar toda existencia.
La densidad de la poesía escrita por la lagunera no se deja explicar muy cómodamente. Lo digo de otra manera: al leerla uno siente el ramalazo de la verdad y la belleza, pero al intentar decir lo que ella dice con otras palabras, uno termina extraviado en laberintos conceptuales. El sentido de la poesía de Ochoa se entrega en el mismo viaje del poema, y lo distorsionamos apenas queremos digerirlo; su almendra, luego, es siempre un símbolo, una imagen, una entidad abstracta que se anuda, sin embargo, a la materialidad del hombre cuya residencia en la tierra tiene la maldita costumbre de ser penosa.
Desde que la conozco, pues, en libros como el Retorno de Electra que compré hace más de 25 en la serie Lecturas Mexicanas que impulsó la SEP, o en pequeñas compilaciones o poemas sueltos en revistas y periódicos, conservo intacta la idea de que Enriqueta nació para lo que hizo, como si en su caso no se hubiera manifestado una sola vez el fantasma de la vacilación vocacional. Para mí, al principio fue sólo el nombre de una señora escritora de estos rumbos, luego la leyenda, y ahora la poeta que, instalada en el nicho de la honestidad, declaró en versos lo que muchos queremos expresar y no podemos. Poesía reunida recoge, como su título promete, una vida entera dedicada a remar en el oleaje de las palabras. Las versiones de los poemas son las definitivas, y en la labor de cotejo con las ediciones base trabajaron Ángel José Fernández, Georgina Trigos y Domínguez, Azucena de Alba Vázquez y Roselia Osorio Armenta. En todos los poemas late, como he dicho, el grito asordinado de Enriqueta Ochoa, esa formidable pregunta que raja como hachazo el pecho de los enigmas que vislumbra. Un mínimo y brevísimo ejemplo, ars poetica contenida en Los días delirantes, el segmento de Poesía reunida que no había circulado hasta el momento; condensa (“La poesía”):
La poesía es una
vidente enloquecida
que pasea la brasa de sus ojos,
noche y día
penetrando el centro de las cosas.
En suma, la publicación de este libro en fecha tan significativa es un motivo de júbilo para La Laguna. Enriqueta Ochoa lo merecía, pero más nosotros, sus lectores y herederos directos, los laguneros que en este año nos sumamos al festejo a sabiendas de que siempre la hemos admirado con el respeto que merece.
Como Fuentes, como García Márquez, la poeta lagunera nació hace ochenta años. Aquí, en Torreón, pasó los años más importantes de su vida, los formativos de su condición poética. Todos sabemos que la primera preceptiva la recibió de Rafael del Río, el escritor saltillense que militó en el grupo Cauce, acaso el primer emprendimiento serio en la historia de la literatura lagunera. Apenas a los 22 años, la joven poeta de nuestra comarca da a la prensa sus primeras creaturas verbales, y es instantánea la buena acogida que reciben. Las urgencias de un Dios, que publica al promediar el siglo XX, muestra de aquella chiquilla un temple creativo inusual, tanto que podemos hablar de genial precocidad sin temor a parecer exagerados. Ni los escritores ya maduros de la localidad podían asemejar su poesía a la contenida en Las urgencias de un Dios, libro que sería el cimiento de una carrera sin desvíos ni recaídas, carrera con la vista fija en un quehacer poético que a la larga produciría uno de los corpus literarios más valiosos de la poesía mexicana a secas, no necesariamente adjetivable como femenina o feminista.
Al ochenta aniversario del nacimiento de Enriqueta Ochoa obedece la justicia que le hace el Fondo de Cultura Económica con la publicación de Poesía reunida. Que yo sepa, es hasta el momento la más ambiciosa colección de su obra toda, desparramada en cerca de una decena de libros entre los que se cuenta un inédito que gracias a este tomote del Fondo ha dejado de ser eso, inédito. Con un prólogo de Esther Hernández Palacios, Poesía reunida es, podemos decirlo desde ahora, la herencia cabal de una escritora que administró su talento para dar a la prensa los poemas exactos, como quien obedece al llamado de la perfección. No hay parquedad aquí, pero tampoco rebaba, sobrante que ocupa hojas nomás por ocuparlas. Los lectores que asomen la vista al florido huerto de Enriqueta encontrarán una poesía cincelada con el estilo —estilo en este caso como sinónimo de punzón— del desgarramiento, como bien lo advierte la prologuista. Ese desgarramiento, sin embargo, se nos ofrece con el atuendo de una belleza formal que hace preciosa la convivencia con los versos. Si una idea rige, a mi juicio, el trabajo de la torreonense, es la soledad esencial del hombre en tanto animal echado al mundo con el solo patrimonio de lo que está debajo de su piel. No se piense, empero, que la autora deambula por un motivo recurrente, monocromático. Como observa Hernández Palacios, Ochoa es habitada por obsesiones, pero su peregrinar temático toca variadas estaciones: “… en sus versos están el deseo y la realización del amor, la maternidad, la obsesión por lo divino, los encuentros con otras culturas, la muerte de los seres queridos, el desarraigo de la hija, la soledad, la vejez”. En otros términos, el itinerario que traza la aventura literaria de Enriqueta Ochoa ha hecho paradas importantes en las pasiones y las perplejidades que suelen atarear a los poetas de mejor ley, aquellos asuntos impregnados tercamente por el aroma de la trascendencia.
Poesía reunida acusa un valor notabilísimo y era, sin duda, una deuda que el mundo editorial del país debía pagar, alguna vez, a Enriqueta Ochoa. Es un gusto que tal pendiente haya sido saldado en este 2008, con la poeta homenajeada todavía entre nosotros, lo que esperamos continúe por muchos años. Ella, Enriqueta y su obra, son un testimonio fiel de que la poesía es, básicamente, preguntar e intentar una respuesta, asombrarse ante el misterio en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. En efecto, la nacida en Torreón ha cargado sobre sus espaldas, acaso sin saberlo, la angustia de miles de hombres y mujeres que a ciegas pasan o pasamos por el mundo sin saber bien a bien cuál es la formulación adecuada de las interrogantes ni mucho menos las respuestas. La poeta, sumergida en sus éxtasis hasta los más profundo del abismo que la habita, halla para nosotros un conato de claridad, un destello de transparencia en la noche que es, que suele ser, este vivir. Ahí engarza, precisamente, la universalidad de su poesía: al bucear, palpar y describir las nebulosas sombras de su ser más oculto, encontramos que todos somos Enriqueta, que hasta el hombre más elemental (y digo hombre, obvio, en el sentido genérico de la palabra) ha padecido los golpes de la sinrazón que parece atravesar toda existencia.
La densidad de la poesía escrita por la lagunera no se deja explicar muy cómodamente. Lo digo de otra manera: al leerla uno siente el ramalazo de la verdad y la belleza, pero al intentar decir lo que ella dice con otras palabras, uno termina extraviado en laberintos conceptuales. El sentido de la poesía de Ochoa se entrega en el mismo viaje del poema, y lo distorsionamos apenas queremos digerirlo; su almendra, luego, es siempre un símbolo, una imagen, una entidad abstracta que se anuda, sin embargo, a la materialidad del hombre cuya residencia en la tierra tiene la maldita costumbre de ser penosa.
Desde que la conozco, pues, en libros como el Retorno de Electra que compré hace más de 25 en la serie Lecturas Mexicanas que impulsó la SEP, o en pequeñas compilaciones o poemas sueltos en revistas y periódicos, conservo intacta la idea de que Enriqueta nació para lo que hizo, como si en su caso no se hubiera manifestado una sola vez el fantasma de la vacilación vocacional. Para mí, al principio fue sólo el nombre de una señora escritora de estos rumbos, luego la leyenda, y ahora la poeta que, instalada en el nicho de la honestidad, declaró en versos lo que muchos queremos expresar y no podemos. Poesía reunida recoge, como su título promete, una vida entera dedicada a remar en el oleaje de las palabras. Las versiones de los poemas son las definitivas, y en la labor de cotejo con las ediciones base trabajaron Ángel José Fernández, Georgina Trigos y Domínguez, Azucena de Alba Vázquez y Roselia Osorio Armenta. En todos los poemas late, como he dicho, el grito asordinado de Enriqueta Ochoa, esa formidable pregunta que raja como hachazo el pecho de los enigmas que vislumbra. Un mínimo y brevísimo ejemplo, ars poetica contenida en Los días delirantes, el segmento de Poesía reunida que no había circulado hasta el momento; condensa (“La poesía”):
La poesía es una
vidente enloquecida
que pasea la brasa de sus ojos,
noche y día
penetrando el centro de las cosas.
En suma, la publicación de este libro en fecha tan significativa es un motivo de júbilo para La Laguna. Enriqueta Ochoa lo merecía, pero más nosotros, sus lectores y herederos directos, los laguneros que en este año nos sumamos al festejo a sabiendas de que siempre la hemos admirado con el respeto que merece.
Nota del editor. Texto leído el 19 de septiembre de 2008 en el Teatro Nazas, de Torreón, durante la presentación de Poesía reunida. En esa ceremonia participó también la ensayista mexicana Esther Hernández Palacios.