Hace poco más de un mes recibí una extraña carta de Banamex. Soy su cliente cautivo, pues tengo allí dos tarjetas de crédito y una de débito. Estoy acostumbrado por ello a recibir estados de cuenta, pero hace un mes, como digo, recibí una carta que me turbó: se trataba de un estado de cuenta con los datos de mi domicilio, pero con el nombre de una persona que no conozco ni vive en mi casa. Sólo un dato no coincide, el del código postal. La calle donde vivo no registra, que yo sepa, el rasgo de orientación norte-sur u oriente-poniente, así que es muy difícil que haya repetición de números para cada casa de cada calle en la colonia. Pudo tratarse de un error, claro, pero treinta días después la carta volvió a llegar. La propietaria, de quien sólo cito las iniciales por si no ha obrado de mala fe, es MHR, e ignoro por qué demonios ha dado la dirección de mi casa para contratar un servicio de Banamex.
No me gusta recibir esas cartas ni aunque estén dirigidas a mí (aunque eso es inevitable), así que la llegada de un estado de cuenta ajeno y con mi dirección es irritante, me inquieta y me hace pensar en inescrutables transas o en enredos futuros. Tengo la cabeza muy ocupada, ahíta ya de líos y de palabras, para además sumarle correspondencia bancaria que no me incumbe. ¿Qué necesidad tengo de recibir esa mierda en mi casa? ¿Hice algo malo como para merecer que un banco me envíe esas desconcertantes señales? Pensé que sólo era un error, y sin remedio procedí a enmendarlo.
Aproveché el pago mensual de una de mis tarjetas para salir de la duda. Fui a una sucursal y allí me pasaron a la ventanilla de “servicio al cliente” (sí, las comillas son irónicas). El joven encorbatado me atendió, primero, con algo de indiferencia. Le expliqué el asunto, le mostré mi tarjeta y le dije que en su sistema podía verificar que vivo en la dirección también impresa en el estado de cuenta perteneciente a la enigmática MHR. Me dijo que no podía hacer nada, pues si le enviaban una carta a MHR, me iba a llegar a mí de todos modos. Le insistí en mi deseo de evitar que esa correspondencia apareciera con mi dirección y/o que llegara a mi domicilio. Enfatizó que nada podía hacer. Cercado por la impotencia, procedí a enojarme y a modificar un poco el tono de mi voz. “¿Qué no toman los datos de sus clientes? ¿Entregan tarjetas o abren cuentas así nomás al que se atraviese?”, pregunté. Entre dientes, casi susurrante, su respuesta fue epifánica: “Claro que tomamos los datos, pero nuestro acuerdo se basa más que nada en la confianza”. Y troné: “¿En la confianza? ¿Dijo en la confianza? Por favor, en este país la confianza desapareció hace muchos años, y más en el trato con los bancos. No me venga con ésa, amigo?”. El joven de la ventanilla se recuperó: “Nomás no se enoje, por favor”. Y me fui a fondo: “¿Cómo quiere que no me enoje? ¿Desea que los felicite? En el paranoico país que ahora tenemos, ¿se imagina que ocurra algo con esa persona y la autoridad termine por ir a tocar la puerta de mi casa? No, señor, haga algo, lo que sea, para eliminar mi dirección de ese papel. Esa persona no puede probar que vive allí; yo sí. Punto”. El joven tomó aire, me pidió un momento, se perdió tras una puerta, supongo que consultó algo, y volvió. Luego comenzó a teclear. Le pedí que me dijera qué trámite hacía. Me dijo que bloquearía, o algo así, la cuenta de la persona para que, en todo caso, ella reclamara tal bloqueo. Quedé un poco más tranquilo, pero de pasadita reiteré: “¿Y qué puedo hacer para que esa persona, de quien por cierto no sé nada, no use más mi domicilio para sus asuntos bancarios?”. El empleado de banco no dudó: “Tiene que hacer una denuncia”. Y volví a la incredulidad: “¿Yo tengo que hacer una denuncia por la falta de cuidado que los bancos tienen al abrir (ellos dicen “aperturar”, pues no saben que hace unos mil años nuestros antepasados inventaron el verbo “abrir”) una cuenta o pedir una tarjeta? No lo puedo creer…”. Y así terminó el brete. Moraleja: más vale estar al tiro con los bancos. Con sus apetitos y sus comisiones no se juega.
No me gusta recibir esas cartas ni aunque estén dirigidas a mí (aunque eso es inevitable), así que la llegada de un estado de cuenta ajeno y con mi dirección es irritante, me inquieta y me hace pensar en inescrutables transas o en enredos futuros. Tengo la cabeza muy ocupada, ahíta ya de líos y de palabras, para además sumarle correspondencia bancaria que no me incumbe. ¿Qué necesidad tengo de recibir esa mierda en mi casa? ¿Hice algo malo como para merecer que un banco me envíe esas desconcertantes señales? Pensé que sólo era un error, y sin remedio procedí a enmendarlo.
Aproveché el pago mensual de una de mis tarjetas para salir de la duda. Fui a una sucursal y allí me pasaron a la ventanilla de “servicio al cliente” (sí, las comillas son irónicas). El joven encorbatado me atendió, primero, con algo de indiferencia. Le expliqué el asunto, le mostré mi tarjeta y le dije que en su sistema podía verificar que vivo en la dirección también impresa en el estado de cuenta perteneciente a la enigmática MHR. Me dijo que no podía hacer nada, pues si le enviaban una carta a MHR, me iba a llegar a mí de todos modos. Le insistí en mi deseo de evitar que esa correspondencia apareciera con mi dirección y/o que llegara a mi domicilio. Enfatizó que nada podía hacer. Cercado por la impotencia, procedí a enojarme y a modificar un poco el tono de mi voz. “¿Qué no toman los datos de sus clientes? ¿Entregan tarjetas o abren cuentas así nomás al que se atraviese?”, pregunté. Entre dientes, casi susurrante, su respuesta fue epifánica: “Claro que tomamos los datos, pero nuestro acuerdo se basa más que nada en la confianza”. Y troné: “¿En la confianza? ¿Dijo en la confianza? Por favor, en este país la confianza desapareció hace muchos años, y más en el trato con los bancos. No me venga con ésa, amigo?”. El joven de la ventanilla se recuperó: “Nomás no se enoje, por favor”. Y me fui a fondo: “¿Cómo quiere que no me enoje? ¿Desea que los felicite? En el paranoico país que ahora tenemos, ¿se imagina que ocurra algo con esa persona y la autoridad termine por ir a tocar la puerta de mi casa? No, señor, haga algo, lo que sea, para eliminar mi dirección de ese papel. Esa persona no puede probar que vive allí; yo sí. Punto”. El joven tomó aire, me pidió un momento, se perdió tras una puerta, supongo que consultó algo, y volvió. Luego comenzó a teclear. Le pedí que me dijera qué trámite hacía. Me dijo que bloquearía, o algo así, la cuenta de la persona para que, en todo caso, ella reclamara tal bloqueo. Quedé un poco más tranquilo, pero de pasadita reiteré: “¿Y qué puedo hacer para que esa persona, de quien por cierto no sé nada, no use más mi domicilio para sus asuntos bancarios?”. El empleado de banco no dudó: “Tiene que hacer una denuncia”. Y volví a la incredulidad: “¿Yo tengo que hacer una denuncia por la falta de cuidado que los bancos tienen al abrir (ellos dicen “aperturar”, pues no saben que hace unos mil años nuestros antepasados inventaron el verbo “abrir”) una cuenta o pedir una tarjeta? No lo puedo creer…”. Y así terminó el brete. Moraleja: más vale estar al tiro con los bancos. Con sus apetitos y sus comisiones no se juega.