Ignoro si hago mal, pero considero a los lectores como corresponsales. No es raro que sus cartas me acerquen algo nuevo, textos, opiniones, anécdotas, comentarios que en muchos casos no resisto la tentación de compartir. Hace poco, mi ex compañero de trabajo en la UIA, el maestro y experto en finanzas Heriberto Ramos, me mandó un artículo muy interesante; lo escribió Rafael Pampillón: “… las empresas francesas valoran cada vez más en la selección de personal la expresión escrita debido a que las empresas y las nuevas generaciones circulan por carriles opuestos en ese mundo. Con Internet y los SMS, son muchos los jóvenes que se han acostumbrado a un modo de expresión sumario y aproximativo, sin rigor ortográfico. (…) Pero el mundo del trabajo exige saber expresar con precisión lo que se quiere comunicar, por lo que las empresas se muestran cada vez más atentas y exigentes en el dominio de la lengua, escrita y oral. Esto ha llevado en Francia a que algunas escuelas de ingenieros vuelvan a practicar el dictado, para responder a lo que piden las empresas: que los estudiantes mejoren la calidad de su expresión escrita. El dominio de la ortografía y de la sintaxis no es una exigencia puramente escolar, sino la base de la eficacia profesional. Las empresas hacen hincapié en que incluso para tareas de tipo técnico, no basta dominar las herramientas científicas, Windows o internet. Hay que saber dialogar con los clientes, redactar informes y precisar contratos. De ahí que las empresas atiendan y valoren cada vez más la capacidad de expresión tanto en la selección de los candidatos a un empleo como en la formación del personal. La respuesta a una oferta de empleo es tanto más convincente cuanto mejor esté redactada, con claridad y palabras precisas. Hay empresas en las que en las sesiones de reclutamiento los candidatos deben superar un examen escrito, para verificar sus capacidades lógicas y de redacción”.
Hasta allí las palabras de Pampillón compartidas por Ramos. Con impotente alarma he dicho, a mi modo, algo parecido en varias oportunidades. En síntesis, mis afirmaciones entroncan con la posición de los especialistas, a quienes sigo: los cambios son parte inherente de la capacidad humana para comunicarse, y el español de hoy, baste ese ejemplo, no es el mismo del Cid. Las lenguas sufren metamorfosis, nacen, se desarrollan y mueren a velocidades muy variables. Al español le ha costado poco más de un milenio ser lo que es: una lengua madura, rica, elástica, capaz de comunicar lo concreto y lo abstracto con eficacia y belleza. De las glosas emilianenses, que son consideradas español en estado larvario, a Borges; Reyes, Carpentier y García Márquez hay una hermosa historia escrita (o “escrita”) lo mismo por Cervantes que por un misionero de Cuba, un amanuense de Nueva España, un soldado del Río de La Plata, un abogado de Bogotá, un taxista de Montevideo, una enfermera de Lima y un arriero de La Laguna. Toda esa heroica historia se está yendo al caño, sobre todo, con la dictadura del chat y de la “redacción” hiperabreviada. Los cambios no son negativos, pero si son vertiginosos e irracionales, como los que evidencia la escritura chatera, terminarán en poco tiempo por impedir que la razón se exprese, pues ella no tiene otro vehículo que no sea la palabra, la palabra hecha pedazos por el desapego que en la actualidad nos merece nuestra lengua.
Pepe de la Torre, otro de mis lectores/interlocutores, celebró ayer que a la era de Marcelo el del DF le llamé “ebrardato”. Me da gusto que alguien escriba todavía para aplaudir una palabra burlonamente fina. Luego De la Torre me compartió una joya, aunque para apreciarla sea menester ponerla en contexto. Un albañil, con luminosa ignorancia y sin extraviar la potencia de nuestro caló, dejó este recado al contratista: “La mácina no gala ta godida”. Precioso, un diamante como tantos otros que podemos leer o acuñar en el español culto o el populachero, que los dos valen igual, siempre y cuando los queramos.
Hasta allí las palabras de Pampillón compartidas por Ramos. Con impotente alarma he dicho, a mi modo, algo parecido en varias oportunidades. En síntesis, mis afirmaciones entroncan con la posición de los especialistas, a quienes sigo: los cambios son parte inherente de la capacidad humana para comunicarse, y el español de hoy, baste ese ejemplo, no es el mismo del Cid. Las lenguas sufren metamorfosis, nacen, se desarrollan y mueren a velocidades muy variables. Al español le ha costado poco más de un milenio ser lo que es: una lengua madura, rica, elástica, capaz de comunicar lo concreto y lo abstracto con eficacia y belleza. De las glosas emilianenses, que son consideradas español en estado larvario, a Borges; Reyes, Carpentier y García Márquez hay una hermosa historia escrita (o “escrita”) lo mismo por Cervantes que por un misionero de Cuba, un amanuense de Nueva España, un soldado del Río de La Plata, un abogado de Bogotá, un taxista de Montevideo, una enfermera de Lima y un arriero de La Laguna. Toda esa heroica historia se está yendo al caño, sobre todo, con la dictadura del chat y de la “redacción” hiperabreviada. Los cambios no son negativos, pero si son vertiginosos e irracionales, como los que evidencia la escritura chatera, terminarán en poco tiempo por impedir que la razón se exprese, pues ella no tiene otro vehículo que no sea la palabra, la palabra hecha pedazos por el desapego que en la actualidad nos merece nuestra lengua.
Pepe de la Torre, otro de mis lectores/interlocutores, celebró ayer que a la era de Marcelo el del DF le llamé “ebrardato”. Me da gusto que alguien escriba todavía para aplaudir una palabra burlonamente fina. Luego De la Torre me compartió una joya, aunque para apreciarla sea menester ponerla en contexto. Un albañil, con luminosa ignorancia y sin extraviar la potencia de nuestro caló, dejó este recado al contratista: “La mácina no gala ta godida”. Precioso, un diamante como tantos otros que podemos leer o acuñar en el español culto o el populachero, que los dos valen igual, siempre y cuando los queramos.