México es el país de las tomaduras de pelo, de las megatomaduras de pelo. Todo es cuestión de colocar un escándalo mediático en la agenda para que se diluya lo que ayer era muchisisímo muy importante. Por eso, no se necesitará demasiado para que el caso Paulette, un caso que resultaría risible si no fuera trágico, concluya en el baúl de los olvidos (no de los recuerdos) y todo quede convertido en farsa sin importancia, en una más de las grandes tomaduras de pelo a las que ya nos habituamos.
El caso Paulette, digo, es trágico por dos razones: por la muerte de la niña en primer término, y, en segundo, porque ilustra cómo es posible armar un tinglado de disparates sin que el responsable principal derive en el oprobio. Cómo no recordar al Aburto clonado que “mató” a Colosio. Cómo no recordar a Paquita la de cráneo que con sus artes adivinatorias y bezanillas dio con la calaca apócrifa de Muñoz Rocha. Cómo no recordar al Señor de los Cielos que luego de una operación marca Lucha Villa se fue al cielo (su elemento) peor maquillado que una momia de Guanajuato de película santista (de Santo, no del Santos). Cómo no recordar el desafuero que en los hechos fue el banderazo oficial de salida a los pura sangre de la defraudación electoral. Cómo no recordar a Juan Molinar Horcacitas dando explicaciones campanudas luego de que en su paso por el IMSS fue concesionada al chilam-balam una guardería que después fue el escenario de un infierno. Cómo no recordar el extraño secuestro/desaparición/nosesabequé del Jefe Diego al que su pundonor y fortaleza sacará adelante.
El caso Paulette fue en su momento cortina de humo y, con el transcurrir del tiempo, culebrón gaviotesco en el que una pequeña mermada de su salud primero desaparece y luego, varios días después, reaparece como cadáver lleno de mundo en el intersticio de una cama y un colchón. Aceptemos que las películas de Pepito y Chabelo contra los monstruos sí pueden hacerse realidad, que esa pobre niña es encontrada allí después de varios días de desaparecida y también después de que un ejército de sabuesos con charola peinan la “escena del crimen”. Imaginemos, seamos indulgentes, imaginemos que el show es cierto. Dados los antecedentes, la sociedad televiciosa, de suyo poco exigente con las tramas, reclamaría de todos modos un culpable, aunque sea el mayordomo de rigor en los thrillers baratos. Luego, derramando babas por doquier, aparece el procurador mexiquense, que es como si apareciera su jefe Peña Nieto, con la nueva lonjemocuna de que nadie sabe, nadie supo, y el caso está cerrado.
Grotesco es una palabra demasiado amable para calificar la conclusión del caso Paulette. El hombre del copete mágico y futuro presidente de México (que la computadora se me haga chicharrón) aparece ante las cámaras que tanto lo acarician y se tira un choro que en la retórica clásica sería denominado “pleito ranchero”, o sea, ése en el que, sabiéndose culpable de un enredijo sin nombre, reprocha a sus anónimos críticos la politización de un tema estrictamente vinculado con lo judicial, sólo con lo judicial. Poco antes, como prueba de que toda mugre es politizable en este país que para despolitizarse demanda la presencia despolitizadora de un gran despolitizador, el ejecutivo mexiquense ejecutó al ecofónico Bazbaz luego de que éste se puso la soga al anunciar que no hay delito por perseguir. En resumen, el showsazo de la desvergüenza a todo lo que da.
Creo que sería de locos anhelar un país perfecto, con instituciones eficientes y funcionarios útiles. Finlandia y Dinamarca ya nos son inalcanzables. Nos conformaríamos con una atmósfera menos enrarecida de gases informativos perniciosos, con un poco de lógica y de ética a la hora de administrar justicia, con una pizca de sensatez al momento de crear y desvanecer cortinas de humo. La imaginación del mexicano tiene límites, límites que fueron rebasados en el caso Paulette. Hasta para tomar el pelo hay modos. No mamen.
El caso Paulette, digo, es trágico por dos razones: por la muerte de la niña en primer término, y, en segundo, porque ilustra cómo es posible armar un tinglado de disparates sin que el responsable principal derive en el oprobio. Cómo no recordar al Aburto clonado que “mató” a Colosio. Cómo no recordar a Paquita la de cráneo que con sus artes adivinatorias y bezanillas dio con la calaca apócrifa de Muñoz Rocha. Cómo no recordar al Señor de los Cielos que luego de una operación marca Lucha Villa se fue al cielo (su elemento) peor maquillado que una momia de Guanajuato de película santista (de Santo, no del Santos). Cómo no recordar el desafuero que en los hechos fue el banderazo oficial de salida a los pura sangre de la defraudación electoral. Cómo no recordar a Juan Molinar Horcacitas dando explicaciones campanudas luego de que en su paso por el IMSS fue concesionada al chilam-balam una guardería que después fue el escenario de un infierno. Cómo no recordar el extraño secuestro/desaparición/nosesabequé del Jefe Diego al que su pundonor y fortaleza sacará adelante.
El caso Paulette fue en su momento cortina de humo y, con el transcurrir del tiempo, culebrón gaviotesco en el que una pequeña mermada de su salud primero desaparece y luego, varios días después, reaparece como cadáver lleno de mundo en el intersticio de una cama y un colchón. Aceptemos que las películas de Pepito y Chabelo contra los monstruos sí pueden hacerse realidad, que esa pobre niña es encontrada allí después de varios días de desaparecida y también después de que un ejército de sabuesos con charola peinan la “escena del crimen”. Imaginemos, seamos indulgentes, imaginemos que el show es cierto. Dados los antecedentes, la sociedad televiciosa, de suyo poco exigente con las tramas, reclamaría de todos modos un culpable, aunque sea el mayordomo de rigor en los thrillers baratos. Luego, derramando babas por doquier, aparece el procurador mexiquense, que es como si apareciera su jefe Peña Nieto, con la nueva lonjemocuna de que nadie sabe, nadie supo, y el caso está cerrado.
Grotesco es una palabra demasiado amable para calificar la conclusión del caso Paulette. El hombre del copete mágico y futuro presidente de México (que la computadora se me haga chicharrón) aparece ante las cámaras que tanto lo acarician y se tira un choro que en la retórica clásica sería denominado “pleito ranchero”, o sea, ése en el que, sabiéndose culpable de un enredijo sin nombre, reprocha a sus anónimos críticos la politización de un tema estrictamente vinculado con lo judicial, sólo con lo judicial. Poco antes, como prueba de que toda mugre es politizable en este país que para despolitizarse demanda la presencia despolitizadora de un gran despolitizador, el ejecutivo mexiquense ejecutó al ecofónico Bazbaz luego de que éste se puso la soga al anunciar que no hay delito por perseguir. En resumen, el showsazo de la desvergüenza a todo lo que da.
Creo que sería de locos anhelar un país perfecto, con instituciones eficientes y funcionarios útiles. Finlandia y Dinamarca ya nos son inalcanzables. Nos conformaríamos con una atmósfera menos enrarecida de gases informativos perniciosos, con un poco de lógica y de ética a la hora de administrar justicia, con una pizca de sensatez al momento de crear y desvanecer cortinas de humo. La imaginación del mexicano tiene límites, límites que fueron rebasados en el caso Paulette. Hasta para tomar el pelo hay modos. No mamen.