No sé cuáles fueron las indicaciones que dieron Alejandro
Páez Varela y Julio Patán, los coordinadores, para armar el libro Indomables (Planeta, 2015, México, 195
pp.), pero tanto a ellos como a quienes colaboraron les quedó redondo. Son en
total once breves semblanzas de mexicanos cuyas vidas vemos desfilar con pasmo,
ya que todas encierran temperamentos y andanzas peculiares, carne digna de
relato. El racimo basa su ameno desarrollo, creo, en la apretada vertiginosidad
exigida por el periodismo actual, de ahí que el conjunto pueda ser definido
como una sabrosa mezcla de crónica con reportaje.
Los personajes que habitan estas páginas son, en orden de
aparición, Nahui Olín, José José, Rafael Osorno, Hugo Sánchez, Lucha Reyes, Tin
Tan, Silvestre Revueltas, Rubén Olivares, La Bandida, Zovek y Miroslava, perfilados
respectivamente por Julieta García, Alejandro Hernández, Jorge F. Hernández,
Daniel Krauze, Mónica Lavín, Élmer Mendoza, Alejandro Páez, Julio Patán,
Alejandro Rosas, Benito Taibo y Naief Yehya. ¿Hay algún hilo conductor entre
estos personajes? No parece, salvo que todos dan la impresión de haber roto
algo que muy laxamente podemos denominar normalidad,
que todos o casi todos se colocaron de espalda al destino que al parecer les
aguardaba.
Nahui Olín, por ejemplo, nació en el seno de una familia
porfirista, conservadora, y terminó siendo la encarnación de una ruptura que a
los ojos de muchos, por la reiterada exhibición de su cuerpo desnudo, pareció
amoral, nado contra la corriente. José José se empeñó con ahínco en autodestruirse
hasta que al final acabó con su voz, pero no con el mito basado precisamente en
el prodigio de su canto y el alcohol excesivo como aval de la categoría suicida
fácil de suponer, al menos de suponer, en todos los “románticos”. De Rafael
Osorno, torero poco conocido, se describe un momento bisagra en su vida: la
tarde del 30 de agosto de 1942 en la que encaró a Mañico, bruto de la ganadería
de Matancillas con el cual consumó un faenón del que no hay registro fílmico,
sólo una leyenda basada en crónicas de testigos; Osorno nunca más logró repetir
algo parecido, así que su grandeza puede resumirse esencialmente en lo que duró
la lidia de aquel astado mítico.
Otro genio vinculado al alcohol fue el duranguense, casi
paisano nuestro, Silvestre Revueltas, quien pese a su contumaz manera de beber y
su temprana muerte no consiguió anular la configuración de piezas musicales que
todavía hoy lo hacen aparecer como el mejor músico mexicano del siglo XX. Asimismo,
aunque en otro plano profesional, Rubén Olivares, el Púas, se encaramó en el
pedestal de la idolatría popular porque simultaneó la habilidad y potencia de
sus puños con una vida más que disipada bajo el ring; sus innumerables
correrías, exhibidas con desenfado en la vida real, fueron magistralmente parodiadas
por Los Polivoces, dúo de cómicos que
homenajeó al pugilista con un retrato exagerado, pero justo.
Personaje impresionante, Graciela Olmos, oriunda de Casas
Grandes, Chihuahua, se encumbró como la madrota más representativa del siglo XX
mexicano. Su apodo, la Bandida, es hoy sinónimo de lenocinio, ya que durante
varios años llegó a regentear el establecimiento más concurrido de su género en
la capital del país. Políticos, empresarios, artistas y deportistas fueron habitués
de la Bandida, quien a su capacidad como empresaria del sexo venal unió una
notable inspiración para componer canciones: “Siete leguas” y “La enramada” son
piezas de su autoría.
La semblanza de Francisco Xavier Chapa del Bosque, mejor
conocido como Zovek, su nombre artístico, es impresionante. Era, lo sabemos,
torreonense, y en muy pocos años logró convertirse, por su fuerza física, su
pericia de escapista y la dictadura setentera del televisor, en ídolo de todo
el boquiabierto país.
Misceláneo, Indomables es un libro con semblanzas que en el fondo quizá no son exactamente eso, sino una forma de describir a México con el pretexto de once vidas excéntricas.