Uno de los géneros periodísticos o literarios o
periodístico-literarios que más problemas ha causado a quienes intentan
definirlo es la crónica. Lo podemos comprobar si nos asomamos a otros géneros:
cuando alguien dice “entrevista”, sabemos aproximadamente de qué habla; si
alguien dice “poesía”, también. No quiero decir con esto que todo sea siempre claro
y quede bien delimitado, pues a partir de las definiciones académicas se pueden
dar cruces, mixturas, mestizajes de toda índole, lo que a veces hace imposible
definir tal o cual texto. A esta circunstancia debemos añadir la cuota, a veces
no pequeña, de variaciones en el significado de una palabra, de suerte que terminamos
obligados a manejarnos con tiento si nombramos tal o cual texto de una forma o
de otra. Como Novelas ejemplares, por
ejemplo, Cervantes designó piezas que hoy quizá no nos atreveríamos a llamar de
tal manera, sino cuentos o relatos, quizá, ya que nos parecería difícil que
doce “novelas” cupieran en un solo libro. Lo que pasa es que el género que hoy
conocemos como cuento no empezó a ser llamado así sino hasta mucho tiempo
después, bien entrado el siglo XIX. Era imposible, por ello, que Cervantes
llamara cuento a “El licenciado
vidriera” y a todas las demás historias reunidas en aquel famoso libro.
Una palabra y el objeto que designa, debo decir, suelen ser
movedizos, de ahí lo difícil que es a veces definir un producto del espíritu
como, en este caso, la crónica. Saúl Rosales ha emprendido un notable
acercamiento a este propósito en Cronistas,
historiadores y crónicas, libro que sin duda plantea una discusión acerca
de la palabra crónica y del quehacer
de los cronistas antiguos y contemporáneos. ¿Es o debe ser lo mismo la crónica
de hace quinientos años que la de hoy? ¿Es necesario ese mismo tipo de cronista
en la actualidad? ¿El cronista actual es un solo tipo de cronista o hay muchos
tipos de cronista? Mi duda parte de definiciones como la de Covarrubias,
coetáneo de Cervantes, quien en 1611 definía así el género que nos ocupa:
“coronica. Está corrompido el vocablo de chronica, chronicorum (…) Vulgarmente
llamamos coronica, la historia que trata de la vida de algún Rey, o vidas de
reyes, dispuesta por los años, y discurso del tiempo (…) Los Reyes y Príncipes
deben leer, o escuchar las coronicas donde están las hazañas de sus pasados, y
lo que deben imitar y huir…”. Sobre el cronista, el mismo Covarrubias señala
que es “el que escribe historias, o annales de las vidas y hazañas de los
Reyes”. Creo que no es necesario advertir que esta crónica no es la que
defiende Saúl Rosales, pues sin que se llame crónica ni sean cronistas las que
la escriben, ella ha sido sustituida por los aparatos de propaganda llamados “oficinas
de comunicación social” que hoy registran escrupulosamente “las vidas y las
hazañas” de alcaldes, gobernadores y demás prominencias. En este sentido,
sospecho que al cronista oficial al modo antiguo, cuando lo hay, le tocaría
hacer hoy otro trabajo, o incluso desaparecer dado que ya hay, por un lado, oficinas
de comunicación social, y, por otro, medios de comunicación cuya omnipresencia no
deja casi nada sin registro documental, el mismo registro documental que más
adelante será, y de hecho ya es, apoyo clave para los historiadores. A la
crónica oficial, vale apuntar, le queda ya muy poca cancha para maniobrar, si
acaso la que proponía el diccionario de la academia hacia 1817, quinta edición:
“crónica. s.f. Historia en que se
observa el orden de los tiempos”, es decir, algo parecido a lo que hoy
entendemos por “cronología”, que no ha cambiado mucho en la sexta acepción del
mismo diccionario en su última edición: “Narración histórica en que se sigue el
orden consecutivo de los acontecimientos”, o la de cronista, que en su segunda
acepción es definido como “Historiador oficial de una institución”.
En su advertencia, el escritor lagunero señala que “Este libro pretende contribuir a que se reinstaure la auténtica
crónica en ciudades, pueblos, aldeas, congregaciones —que las hay, y tienen sus
‘cronistas’— y villorrios, con el propósito de que se enriquezca su historia”. La crónica que Saúl Rosales define,
defiende y practica en su libro tiene menos que ver, sospecho, con los
cronistas oficiales que con los cronistas de la prensa tradicional y moderna, ésa
que se expresa en los periódicos importantes y ahora también en muchos espacios
de internet. Como un cronista que hace 500 años deseara satirizar la coronación
de un rey, el cronista oficial de un gobierno “emanado” del PRI no podría
escribir, o escribiría con serias dificultades, casi con riesgo de su cabeza, por
ejemplo, “La espera del candidato algo tiene de cruz y de calvario”, pero crónicas
parecidas sí han articulado usuarios del oficio que son contemporáneos nuestros,
cronistas tan dispares como Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Pedro Lemebel,
Martín Caparrós, Ricardo Ragendorfer, Pedro Mairal, Juan Villoro, Juan Pablo
Meneses, Emilio Fernández Cicco… quienes, como ocurre con el llamado periodismo
gonzo, no escatiman subjetividad —dado
que ser esto, subjetivo, es inevitable—, humor, ánimo literario ni perruna
defensa de un yo libre y participante.
Tras recordar, en su introducción, de qué lejanos libros
viene la palabra crónica y tras informarnos qué significa para él y no ha
significado para los cronistas apellidados “oficiales”, Saúl Rosales comparte
26 crónicas escritas en diferentes momentos de su vida. Estas crónicas,
presiento, toman mucha distancia de la tesitura empleada mayoritariamente por el
croniquismo oficial contemporáneo y
mexicano, ése que en urbes gigantes y villorrios nace obligado a urdir el
cronicón del mandarín o, en su defecto, pergeñar cronologías hueras. Rosales
propone pues 26 crónicas modernas, periodísticas y literarias a la vez (por su
estilo), crónicas que dan cuenta de su calidad, la del autor, de testigo espontáneo
y libre en el momento en el que lo contado se desarrollaba, de ahí que podamos
llamarlas crónicas laguneras: “Septiembre de las inundaciones del Nazas”,
“Torreón de identidad de ladrillo”, “Reencuentro con el arte de Pilar Rioja”,
“Moreleando edición 2013”, “Rusos en la estepa del Nazas”... En todas
ellas y las que no menciono se deja ver fielmente lo que Federico Campbell
apetece de la crónica en su Periodismo
escrito (SEC, 2016): “Es la narración de un acontecimiento de interés
colectivo en la que el cronista se puede permitir comentarios y acotaciones,
ejercer su estilo personal y utilizar todos los recursos de la literatura
narrativa”. Las crónicas de Saúl Rosales son pues, para mí, modelos no tanto de
lo que podría hacer un cronista oficial —quien tranquilamente podría ya no
existir si se dedica sólo a sancochar cronología—, sino el periodista
profesional, el escritor o el simple interesado en asentar un testimonio
personalísimo sobre cualquier suceso de interés plural.
Como ocurre con otros de Saúl Rosales —Don Quijote, periodistas y comunicadores; Jales sobre habla lagunera…—,
Cronistas, historiadores y crónicas
es un libro pertinente por su intención didáctica y su factura literaria. Me
gusta pensar en la idea de que, si es leído, entusiasmará a muchos lectores que
a partir de estas páginas podrán construir crónicas que hoy nos regocijen o
conmuevan o cuestionen y mañana sirvan para edificar con más y mejores
ladrillos nuestra historia.
Comarca Lagunera, 21, febrero y 2018
Cronistas, historiadores y crónicas, Saúl Rosales, s/e, Torreón, 2017, 142
pp.
Nota. La foto que encabeza este post es de mi autoría.
Nota. La foto que encabeza este post es de mi autoría.