sábado, octubre 31, 2015

Periodismo para rehacer vidas












He comentado ya que con mil burdas maniobras el gobierno mexicano ha tratado de convertir un delito que al menos presuntamente lo implica en un acto dizque perpetrado por la sola delincuencia. Lo ha intentado sin éxito, pues los resultados oficiales dados a conocer rebasan las fronteras de la lógica y sólo han parecido malabarismos retóricos, conclusiones con tufo a carpetazo. Buena parte de la sociedad, por ello, sigue demandando un esclarecimiento pleno de los hechos y castigo a los verdaderos culpables, no a chivos expiatorios. Ese es el jaque del actual gobierno ante la infausta noche de Iguala: que en el mejor de los casos aparece como inepto para investigar, esclarecer y castigar a quienes lo merecen.
El libro Ayotzinapa, la travesía de las tortugas, editado por el colectivo Marchando con Letras y Ediciones Proceso, es un documento ahora indispensable para acercarnos no sólo a lo ocurrido el 26 de septiembre de 2014, sino, de paso, a la realidad socioeconómica aledaña a la catástrofe del país en materia de procuración de justicia. Como miles y miles en México, los padres de los jóvenes normalistas de Guerrero siguen sin obtener una respuesta siquiera mínimamente satisfactoria sobre el paradero de sus hijos. Lejos de eso, la autoridad infligió, como sabemos, una “verdad histórica” que desde su pura enunciación se derrumbaba sobre todo en la parte del libreto que reconstruía la eficacísima e inverosímil incineración. Científicos de la UNAM y de la UAM, casi nada, han demostrado que las condiciones para cremar hasta convertir en nada los cuerpos al aire libre no pudieron darse en el basurero de Cocula, y así quedó desenmascarada la principal treta difuminatoria de la Procuraduría. Muy recientemente un documental producido a la medida —le llaman docudrama— quiso machacar, también sin éxito, la ficción esbozada por el procurador Murillo Karam, hoy prófugo de la noticia.
Ante la desaparición física y en muchos casos mediática de los normalistas —y más todavía: ante la criminalización a la que han sido sometidos como si algo hubieran tenido que ver con la delincuencia organizada—, varios periodistas articularon un colectivo que ha actuado de inmediato. Su primer logro, un logro nada despreciable pues habla no sólo de su solidaridad y su capacidad organizativa, sino también de su profesionalismo, es un libro transparente en su intención: reconstruir mediante la palabra los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos, enfatizar su calidad de jóvenes normalistas rurales, no de delincuentes, y hacer ver a la autoridad que las vidas segadas (éstas y las miles más que inundan de dolor el mapa del país) merecen investigaciones serias y resultados convincentes, no patrañas que luego son desestimadas en México y fuera de México incluso por organismos internacionales.
Héctor de Mauleón ha escrito en el prólogo que se trata de “un libro ejemplar en muchos sentidos. Porque devuelve los rostros a esos números que se desgastan de tanto repetirse, porque restituye a muertos y desaparecidos la vida que aquella noche les robaron”. En efecto, La travesía de las tortugas cuenta en 43 trancos la travesía individualizada de los 43 muchachos desaparecidos aquel día de septiembre en Iguala. Para lograrlo, y esto me asombra, 43 periodistas pusieron manos a la obra sin otro interés que el interés que debe alentar todo reporteo digno de este nombre: informar, reconstruir, aclarar, conseguir datos, edificar en suma documentos en los que asome el rostro de la verdad, cualquiera que éste sea.
Los periodistas de Marchando con Letras, tan solidarios como profesionales, avanzaron generosamente por diferentes brechas de Guerrero para dar con la familia, los amigos, las novias, los maestros de los normalistas, y ya frente a ellos entrevistarlos con el fin de configurar un gran fresco, el más amplio y claro hasta el momento, sobre la vida de cada uno de los jóvenes que no sólo tenían nombres propios y no sólo forman juntos un número, el 43. Más que eso —es decir, más que sus nombres propios y el número mencionado—, los estudiantes son en este libro vidas completas hoy desaparecidas, vidas que compartieron anhelos y frustraciones, juegos y tropiezos, esfuerzos y carencias de toda índole con quienes los rodeaban.
No hay un solo estudiante de este libro que haya gozado una situación económica boyante. Su condición, lo sabemos bien, es muy adversa, tanto que en el relato de cada vida asoma, como presencia ineludible, el fantasma de la imposibilidad de estudiar o el de la deserción. En medio de la total contracorriente material que implica vivir para la mayoría en Guerrero, muchos jóvenes se atreven a soñar con lo único que el mundo les ofrece para prepararse, de ahí que elijan estudiar en normales rurales como la de Ayotzinapa. Pues bien, los sueños de 43 están hoy suspendidos y en esos sueños puede advertirse una alegoría de lo que ocurre en México, no sólo en Guerrero: ¿cuántos jóvenes tienen hoy cancelado su futuro y cuántos, en vez de recibir alguna oportunidad, son víctimas de atropellos que lejos de ser esclarecidos son encarpetados en expedientes que los vinculan al mundo criminal?
En suma, debemos emprender, como lectores, esta travesía por dos razones: primera, para entender que los estudiantes eran jóvenes sanos, no delincuentes; y segunda, para pagar con nuestro acceso a este libro el gran esfuerzo de un colectivo de periodistas —en el que por cierto participa la lagunera Karina Nalda— que junto a Ediciones Proceso ha reconstruido periodísticamente 43 vidas cuyo regreso seguimos esperando.

Comentario leído en las presentaciones del libro Ayotzinapa, la travesía de las tortugas (la vida de los normalistas antes del 26 de septiembre de 2014), colectivo Marchando con Letras, con prólogo de Héctor de Mauleón y un apéndice fotográfico, Marchando con Letras-Ediciones Proceso, 2015, 327 pp., celebradas en el Sindicato de Telefonistas y en la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro Unidad Laguna los días 29 y 30 de octubre, respectivamente, en Torreón. Participamos en ellas, como lo ilustra la foto que encabeza este post, Saúl Rosales, Nadia Sanders, Karina Nalda y yo.