Pocas
veces me quejo de los pésimos servicios públicos que recibimos los mexicanos,
pues sé que en general obedecen a la precariedad de nuestro país. En otras
palabras, ya me hice resistente a la ubicua jodidez de cuanto se supone debe
satisfacer alguna de nuestras necesidades. En el caso de los servicios
públicos, por lo regular deficientes, pienso en problemas de gestión, en la
eterna rapiña de recursos que al final de la cadena alimenticia provoca hospitales,
carreteras, escuelas, parques, puentes y demás hechos al aventón, con
materiales chafas y, cuando ya fueron levantados, sin buen mantenimiento. Pero
la gestión no es sino un quehacer que se subsume en la política general, y
mientras no cambiemos arriba será difícil abatir abajo las pobrezas en el
servicio público. En teoría, los servidores privados deben responder de otra
manera. Es lo que una y otra vez anuncian en su publicidad: que son “los
mejores”, “los más rápidos”, “los más lujosos”, “los más algo”. Por supuesto
que esto no es así en la realidad. Las empresas de un país con servicios
públicos precarios suelen ofrecer servicios privados precarios, como me pasó
recién en un Ómnibus de México.
En
camino a la Feria del Libro de Monterrey, ascendí a la unidad de Ómnibus en la
siempre chamagosa central camionera de Torreón. Allí comenzó el horror: olía a
esos aromatizantes ultrapoderosos para matar, al mismo tiempo, bacterias y
pasajeros. Desde el principio supe que el viaje sería desafiante, pero tomé
valor y me concentré en la posibilidad de dormir, ya que el sueño es el único
mecanismo de defensa que uno tiene para encarar esas adversidades.
Instalado
en mi asiento, puse un poco de atención a la película que desde ya amenizaba el
interior del Ómnibus: una de las tortugas ninja. Calculé que estaba por
terminar, y que al final podría dormir, pero la película duró cuatro años e
imposibilitó mi escapatoria hacia el sueño. Al fin terminó, y esperé con ansia
el silencio. Y llegó, durante unos segundos pude oír el ronroneo arrullador del
bus. Casi me alegré. Luego de ese breve lapso, un video informativo de Ómnibus
mostraba a una chica presumiendo que viajábamos en una de las unidades más
“cómodas” y “seguras” del país, y blablablá. Cuando al fin terminó, pensé de nuevo
en el silencio, pero no: comenzó otra película, una de Adam Sandler. También
fue eterna. Luego repitieron el anuncio de la chica y después otra película. El
bus, mientras tanto, paraba cada media hora no sé a qué, y en todo momento
quise dormir. No pude hacerlo. Lo único que se me ocurrió fue —en medio de
olores y ruidos nauseabundos— escribir esta croniquita en el Evernote de mi
celular.