No sé si abundan, pero ya hay
muchos relatos que usan como tema literario al internet y sus herramientas
(webs, mails, chats, tuiter y demás). Hay incluso cuentos o novelas en los que,
por ejemplo, se habilita la ficción a partir del diálogo inventado en el
formato de correo electrónico, como ocurre en la novela Contra el viento del norte de Daniel Glattauer, libro hace poco
comentado en estas páginas por mi amiga Laura Elena Parra. Internet anda pues en la literatura, así que ahora es casi imposible que un
personaje quede incomunicado en un café debido a una cita incumplida o sienta decimonónica
nostalgia por ver a su familia si la persigue a diario en Facebook.
Yo me he aproximado tibiamente al
asunto. Apenas hace poco comencé este relato en el que messenger, el ya extinto
messenger, detona una aventura. No sé si va bien, pues apenas llevo cuatro
cuartillas. Así comienza (disculpen las maldiciones, son parte del asunto para
hacer verosímil al personaje):
“Ahora da risa, claro, pero cuando esto comenzó no
era así. Muchos, o todos, los que recién usábamos internet veníamos de la edad
de piedra en la que enamorarse era asunto de tratamiento en corto, de
cortejar a punta de flores, cenas y todo eso. Yo había tenido sólo dos novias y
ambas me habían echado de su amor con una patada en el culo. Creo que en parte
tenían razón cuando me eliminaron de aquella fea manera: jamás me he
considerado bueno para lidiar con las mujeres. Soy tímido y la timidez, como lo
saben bien principalmente los tímidos, solemos cagarla desde que comenzamos a
intentar nuestras jugadas. Por esa limitación, a los treinta sólo había tenido
un par de novias, ambas de buena traza pero sin llegar ni de lejos a bonitas.
Más bien eran como del montón, pero a mí me cuadraron porque no se pusieron tan
complicadas, y eso para los tímidos es un tesoro. Así fue como después de mi
segundo fracaso apareció internet y todo cambio en la vida de los jodidos
tímidos. (…) apareció internet y la cosa se puso interesante, ya dije. Les
hablo del año 2002, yo tenía treinta y tantos y por fin decidí, porque ya era
una moda, comprar una computadora y enchufarla al internet. El técnico que me
enseñó los primeros rudimentos de ese mundo me abrió también una cuenta de
chat, el famoso messenger ya desaparecido. Me dijo que servía para dialogar con
amigos y para descubrir nuevas amistades, y al decir lo último hizo un guiño
que por supuesto entendí. El guiño era la clave de un universo que de inmediato
me tentó...”.