Uno
viaja de varios modos. Como turista, para conocer lugares lindos y hacerse selfis con segundos planos que no dejen
duda sobre el lugar visitado; como trabajador, para desahogar chambas en las
que no es posible olvidar la recolección de facturas que luego justificarán los
viáticos; como vago, de mochilero, para experimentar un sentimiento casi
extinto de aventura y tolerancia voluntaria a las incomodidades; como prófugo,
para escapar de algún apuro que puede ser judicial o simplemente doméstico,
familiar.
Salvo
el último, creo haber hecho viajes de todo eso, y ahora añadiría otro: el viaje
para vivir en carne propia una realidad que no me pertenece. Explico. En mayo
de 2004 hice mi primer viaje a la Argentina; en julio de 2015, el sexto. En
todos los recorridos he aprendido, claro, algo nuevo, y a estas alturas creo
que puedo moverme por la Capital Federal y por el conurbano bonaerense con algo
de confianza, sin miedo ya a perderme o a caer en sitios inconvenientes en
horas peligrosas. Con internet, nadie lo ignora, esto es más fácil, pues se
tienen a la mano mapas de todo lugar hasta con vistas reales de cada calle, de
cada casa o negocio. Pero el contacto en corto es distinto, pone a prueba
aptitudes de orientación y determina un conocimiento más detallado de los
espacios. Si uno va en un tour
colectivo, por ejemplo, ve ciudades en greña, museos, avenidas, parques,
edificios, y el cálculo del tiempo está milimétricamente controlado por los
guías, no se diluye en búsquedas y preguntas a oficiales de tránsito. En viajes
sin guía, buena parte del tiempo se escurre en vagar, en no atinar a la primera
cuando buscamos un sitio, en revisar y ver los planos, en orientarse.
Así
me fue en el viaje reciente. Decidí parar, por ahorro, no en un hotel, sino con Fabián Vique, amigo radicado en Morón, ciudad ubicada al oeste de la Capital Federal, en
el llamado “Gran Buenos Aires” o conurbano. Buena parte de mis actividades, sin
embargo, estaba programada para ser despachada en el microcentro, digamos
que en el espacio del Obelisco, uno de los más conocidos símbolos porteños. La
distancia en coche de Morón al Obelisco demanda, creo, poco más de media hora,
como cuarenta minutos a lo mucho, y sin tráfico quizá menos.
Obligado
por las circunstancias, debí usar tres tipos distintos de transporte para
ponerme en el centro de la Capital desde Morón. Ya en otras ocasiones lo había
hecho, conocía la ruta, pero esta vez mis recorridos fueron muchos, casi uno
diario durante quince días, y todos de ida y vuelta. Podría decir que fue
espantoso, pero no sería justo con la experiencia vivida: andar esos trayectos
en bus, tren y metro fue la forma más directa de contactar la realidad para
sentir el genuino agobio del trabajador común y corriente de la ciudad, un
agobio que en muchos casos los convierte en personajes de Roberto Arlt. Sólo
así se aprende —y se aprehende— una ciudad.
El
recorrido comenzaba en la moronense avenida Eva Perón, cerca de su conocida
Base Aérea; allí tomaba el bus, como veinte minutos, hasta la estación de
trenes. Tomaba luego el Sarmiento, una de las líneas de ferrocarril suburbano,
y pasaba como diez estaciones hasta Once, lo que sumaba unos cuarenta minutos
al recorrido. Después, una media hora más de metro (subte, le dicen allá) hasta
el centro, es decir, como media hora más. El total final era como de hora y
media, y podía ser mayor si me tocaba hacer abordajes en hora pico.
Mientras
hacía esos viajes internos por la ciudad, pensé muchas veces en que tal
vivencia era una especie de caja china: dentro de mi viaje a la Argentina había
muchos pequeños viajes más, cada uno con destino a lugares y situaciones
distintas. También pensé, era inevitable no pensarlo, en mi rutina como
trabajador lagunero: de lunes a viernes hago quince minutos de ida y quince de
vuelta desde, más o menos, la alameda de Torreón hasta la Universidad
Iberoamericana. Antes pensaba que estaba lejos, pero hoy me queda clarísimo que
en las ciudades grandes un traslado que demanda ese tiempo (media hora en
total) es un privilegio, un lujo.
No
fui a Buenos Aires a medir distancias ni a conocer rutas de camiones, trenes y
subterráneos, sino a otros asuntos acaso menos inmediatos, pero el recorrido
diario de tres horas ida y vuelta me curó de espanto: jamás volveré a pensar
que en La Laguna hay algo que quede lejos.