En
una de las ilustrativas páginas que habitan el libro Un lector se hace, no nace (Ariel, 2000, 140 pp.), Felipe Garrido
nos comparte esta anécdota: “Un día de febrero de 1961, cuando había ya llegado
a la Facultad de filosofía y letras de la UNAM, una mujer pequeñita de cuerpo y
gigantesca en su magisterio, María del Carmen Millán, nos pidió a sus alumnos
de introducción a las investigaciones literarias, en el primer año de la
carrera, que leyéramos ‘Talpa’. El cuento de Rulfo nos deslumbró (…), pero
nadie estaba preparado para la pregunta que hizo la maestra: ‘¿Por qué ese par
de amantes, cuando consiguen matar a Tanilo Santos —esposo de ella, hermano de
él— tienen que separarse?’ Nos miramos, desconcertados, unos a otros. Todos
habíamos leído el cuento, pero nadie lo había interrogado; nadie se había
interrogado sobre el carácter ni los motivos de los personajes; nadie había
examinado las palabras ni los sabios silencios de Rulfo; nadie había reconocido
ni mucho menos explorado el alarde de técnica que es la estructura de ese
cuento. ‘Niños —nos dijo la maestra—, hay que leer con los ojos abiertos.’ Ese
comentario bastó para cambiar la vida de muchos de nosotros”.
Las
sencillas palabras de la maestra Millán son, quizá precisamente porque son
sencillas y golpean la cabeza del clavo, sabias como los silencios de Rulfo, y
qué bueno que las cita Garrido y ahora puedo recordarlas en estos renglones. Me
alarman un tanto, sin embargo, pues si en 1961 ya se leía sin leer, hoy el
panorama en este sentido es dos milímetros menos que pavoroso.
A
muchas razones es atribuible que pasemos ahora por las páginas de un libro —o
de un periódico o de una revista o de cualquier texto en internet— sin llegar a la
verdadera lectura, ésa que en efecto observa con detenimiento las tripas de
cada párrafo, casi con la atención del cirujano que se juega la vida o la
muerte del paciente en cada movimiento. Una de las razones, creo, está en la
vertiginosidad con la que ahora nos caen sobre la cabeza miles de textos. Por
esto, la primera virtud del lector no es leer mucho o tener la disposición de
leer mucho, sino saber discriminar, separar, elegir, pues nadie dispone del
tiempo necesario siquiera para leer los cuarenta o sesenta links que llegan
durante cinco minutos a una miserable cuenta de tuiter.
Luego
de saber qué vamos a leer, es necesario instalar los cinco sentidos en el texto
de manera que no pasemos por sus renglones como quien hace zapping en la tele. Aunque hay diferentes niveles de compresión y
libros que imponen grados de dificultad muy distintos, de poco sirve en
realidad sobrevolarlos o avanzar a paso veloz si en el camino no llegamos a la
comprensión. Eso sí que es una pérdida de tiempo, como leer con los ojos
cerrados, semileer.
Más
vale entonces resignase a un ritmo de lectura (el que tenga cada quien, así sea
lento) y tratar de comprender lo más posible. Esto podemos hacerlo mejor —les comparto un truco—
si cada tanto, no sólo al final, le hacemos una preguntita al libro: ¿por qué
este personaje dijo esto o esto otro? ¿Por qué aquí guardó silencio o comenzó a
gritar como loco?, y así. El caso es que leer es casi casi como conversar con
alguien querido en el café; allí debemos, a riesgo de que nos consideren
descorteses, estar atentos a la charla, hacer preguntas con interés
aclaratorio, afirmar de vez en vez, negar también y escuchar siempre, en
resumen, con los ojos bien abiertos, como dijo la maestra María del Carmen
Millán a Felipe Garrido y sus compañeros de la Facultad.