El
libro me hizo recordar cuatro casos recientes de carrilla antimexicana. La
primera fue la desatada por el cantante Tiziano Ferro, quien se refirió a nuestras
mujeres como “bigotonas”; por supuesto, le sobraron chulas mentadas de madre y
un montón de fans abandonó el barco de su admiración a ese sujeto. Por las
mismas fechas, un programa de radio de la BBC hizo burla de los mexicanos, lo
que generó un comunicado de la embajada azteca en Londres. Por otro lado, la
franquicia Burger King lanzó en España una hamburguesa llamada Texican Whopper
en la que aparecían un texano y un luchador con la bandera de México, lo que
motivó una queja de la nuestra diplomacia. Por último, y muy recientemente, un
tiroteo tuitero en el que los argentinos, con un tag racista, nos ponía como lo peor del universo y puntos
circunvecinos.
Esos
vituperios internacionales no son infrecuentes. Resultan, más bien, tan comunes
que incluso pasan del estereotipo a la malditez, como sucede en el caso de los
chistes mexicanos contra los gallegos, gracejadas que por supuesto se basan en
la nada. Tan en la nada, o a lo mucho en algún tonto prejuicio, como lo hizo
George F. Ruxton, viajero inglés que en el siglo XIX atravesó México desde el
puerto de Veracruz hasta Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez), y en 1847 publicó
el libro Aventuras en México (El
Caballito, México, 1974), obra en la que nuestra ilustre raza queda, valga el
lugar común, como lazo de cochino.
Ruxton
comienza su relato desde que parte de Southampton, atraviesa el Atlántico,
llega a las Antillas y de Cuba enrumba a Veracruz. Desde el principio se nota
que, para él, fuera de Londres todo es Cuautitlán. Antes de llegar a México
tiene unas cuantas palabras de elogio a las realidades que observa, por ejemplo
cuando se le van los ojos ante la calidad de la melcocha femenina de La Habana;
fuera de eso, todo o casi todo le parece pinchurriento.
Ya
en nuestro país, al despectivo inglés no le faltan frases ingratas sobre “los
perezosos mexicanos”. Obviamente tiene pinceladas de elogio al paisaje, a veces
a ciertos climas, a algunas edificaciones. Tiene también opiniones interesantes
sobre la política interna, como cuando afirma esto que quizá sigue vigente: “en
este país los gobernantes derrotados son tratados bien, ya que pueden resurgir
y administrar un trato similar a sus adversarios”.
En
efecto, los ambientes cautivan sus sentidos, más cuando ve el Valle de México.
Le gana, sin embargo, la mirada puntillosa y hiperbolizante de los defectos:
“México es un cuartel de la suciedad. Las calles están sucias, las casas son
sucias, los hombres son sucios y las mujeres aún más sucias, y todo lo que uno
coma o beba está sucio”.
Ruxton
se siente hecho a mano nada más por ser europeo, así que en todo momento ve a
los mexicanos como dios mira a las liendres, según el juego de palabras de
Gilberto Prado: “Para un inglés montado no hay nada más ridículo que un
mexicano montado sobre su caballo”.
El
viajero pasó parte de sus Aventuras en
México por el rumbo de La Laguna, como “Perdizenia” (Pedriceña) y Mapimí, e
incluso menciona de pasada nuestro río Nazas. Todo el recorrido fue difícil,
ingrato para sus ojos de hombre refinado. Durango es para él “la Ultima Tule de
la zona civilizada de México”, así que no le faltan oportunidades para
atizarnos comentarios que hoy parecen cruzados a la mandíbula.
Campea
en todo el libro la actitud de superioridad, como si la circunstancia de estas
tierras fuera la misma que la vivida por su milenaria Europa. A mediados del
siglo XIX, lo sabemos, la recién nacida República hacía esfuerzos descomunales
para organizarse y alcanzar estadios de progreso que muy lentamente se han ido
dando. No como quisiéramos, pero tampoco para pensar que “los perezosos
mexicanos” no habíamos logrado algo en esos entonces y no logramos algo décadas
luego. Basta citar nuestra pintura, nuestra arquitectura, nuestra música para
saber que, patrioterismo aparte, no somos lo que algunos dicen que somos. Ni
éramos.