La semana pasada estaba a estas horas en el DF. Como
quedé hospedado cerca del centro histórico, nada me costaba echar una vuelta de
rutina al zócalo, zona siempre idónea para comprar las chucherías artesanales
que hacen las delicias de mis hijas en cada retorno a La Laguna. Pues bien, era
domingo y el ombligo de la capital, la calle Madero sobre todo, lucía tupido de
turismo, tanto que resultaba hasta difícil caminar. Al llegar a la plancha de
la plaza vi que se levantaban unas inmensas casas de campaña verde olivo y un
montón de personas hacía cola para entrar: era una exposición del Ejército
mexicano, un museo itinerante.
Mi hija y yo atravesamos la avenida y a un costado
del zócalo, en una especie de pequeña jardinera para transeúntes, vi que un
grupo de ancianos rodeaba el busto de Cuauhtémoc. Uno de ellos, muy grande ya,
tocaba la guitarra, y los demás, la mayoría mujeres, como diez, formaban una
especie de coro. Todos traían hojas de papel en las manos. Quise pasar de
largo, pero me detuvo la línea melódica de lo que cantaban. Se oía rara y al
mismo tiempo conocida, tanto que no pude resistir la tentación de escuchar
mejor y me acerqué.
Pasé unos segundos llenos de inquietud por no saber
cuál canción era, pues, insisto, era totalmente cercana aunque cantada en
náhuatl pareciera otra. Di dos pasos más, y a un metro del viejo que tocaba la
guitarra, leí la letra en el papel de la mujer que estaba al lado del anciano:
era la canción “Te vas, ángel mío”, en versión bilingüe náhuatl-español.
El momento me emocionó no por una o dos razones,
sino por todas las que se agolparon en mi interior al ver y oír aquella escena.
“Te vas, ángel mío” es una canción que me gusta así nomás, sin explicaciones
aledañas, pero también porque la compuso y la cantó el lagunero (de Parras de
la Fuente, Coahuila), Cornelio Reyna, seguro de sangre tlaxcalteca. Me perece
arrolladoramente triste, dulce, melancólica, y cantada en náhuatl me pareció
más todo eso.
Al terminar, el coro y el viejo de la guitarra
cantaron otras piezas. Pedí una copia de las letras, me la dieron, y traté de
sumarme al canto con muy poca fortuna, pues mi náhuatl es malo hasta leído.
Aquello era, decía la portada del legajo, un “Acto conmemorativo del
aniversario de Cuauhtémoc / Coro de la Academia de Aztecología de la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística”.
Al terminar, mi hija y yo nos retiramos a otro
punto. Aproveché para explicarle, como se explican estas cosas mientras uno
camina entre el tumulto, a ella que escribe bien en español y ama el inglés, el
orgullo que me producen las lenguas indígenas de América. Para empezar, el
náhuatl. Me parece maravilloso, le dije, que el español de México tenga tantas
palabras de esa lengua, que no nos avergüencen, que las usemos cada vez que sea
posible y que no nos dejemos colonizar por la idea, arraigadísima ya, de que
todo lo nuestro es malo y todo lo foráneo es bueno, sobre todo si viene de
Estados Unidos. Cacahuate, escuincle, cuate, chocolate, xóchitl, citlalli, tequila,
popote, atole, coyote, chile, Tlatelolco, Nezahualcóyotl, tocayo, calmécac,
calpulli, azquel, comal, chípil, mole, tianguis, qué lindas palabras, y son de
nosotros, le dije.
Poco después me pidió que le comprara una playera con
la imagen del cantante neoyorkino Tupac Amaru. “Mira, es nombre quechua, otra
lengua que amo. Así se llamaba José
Gabriel Condorcanqui, el indígena rebelde del Perú”, reforcé orgulloso, como
si el imperio inca también fuera mío.
Nota: La siguiente mala foto (de mi celular, con muy baja resolución) es la hoja con la letra de "Te vas, ángel mío" en versión bilingüe. La tomé en el acto citado en la columna.