Cierta noche de 2011 casi me perdí una cita, hoy
inolvidable, con amigas y amigos escritores de Chile. Un día antes me habían
organizado una mesa de lectura en Letras de Chile, asociación que agrupa a
destacados escritores de aquel país. Todo salió bien, les comenté algo sobre
literatura mexicana y leí un cuento de mi cuño y letra. Al día siguiente me
esperaban para una cena. Recibí la dirección y las indicaciones para llegar en
metro. Lamentablemente, al salir de la estación ya no supe dónde quedé y sólo
contaba con el número de celular de quien me recogería en una intersección ya
determinada. Creí que me sería fácil dar con el punto, pero era una zona algo
confusa. Esperé en una gasolinera a ver qué se me ocurría, pues ya iba llegando
la hora de la cita. Vi que por allí estaba un tipo y me acerqué a preguntarle
el rumbo de unas calles. Notó mi acento y se armó una breve plática. Dijo que
por motivos de trabajo había estado alguna vez en Monterrey, y luego de agregar
otros detalles preguntó por mi problema. Le dije que buscaba una calle, nomás,
y añadí que sólo contaba con el número de celular de una persona. Cordial, me
lo pidió, marcó desde su aparato y me lo pasó. Dije que estaba en la gasolinera
de la calle tal y hasta allí llegó mi enlace, la escritora Gabriela Aguilera.
Poco después me encontraba sentado en la casa de la
escritora Susana Sánchez Bravo (quien alguna vez estuvo en Torreón, me contó)
junto a cerca de diez colegas suyos. Pensé que era una cena de ellos, pero no:
la habían organizado para mí, con todo, incluido el entusiasmo. Probé
deliciosos platillos y conversamos muy amablemente sobre nuestras literaturas y
nuestras situaciones políticas. Noté que en el grupo eran más aguerridas las
mujeres que los hombres, y que ante cualquier tema ofrecían una opinión
informada, frontal y llena de sabrosas maldiciones. Fueron suficientes dos
horas para que yo idealizara a la mujer chilena. Pensé: si todas o la mayoría
son así de simpáticas y entronas, ya entiendo la fascinación de Neruda.
Así terminó la cena y llegó la hora de las fotos y
la momentánea despedida, pues poco después íbamos a vernos en Mendoza,
Argentina. Y así fue. Viajé en bus de Santiago de Chile a Mendoza y no olvido
que mientras atravesaba la cordillera andina tuve tiempo para pensar en la
hospitalidad de los chilenos. Los y las reencontré en el encuentro literario
celebrado en la Universidad Nacional de Cuyo, donde algunas compañeras del
contingente chileno me hicieron dos regalos: un juego de libritos en formato
volante, elaborados con una endiablada y perfecta malicia de dobleces, pues
cada uno era una hoja tamaño carta, sin grapas ni pegamento. También, el libro ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de
género (Asterión, Santiago de Chile, 2011, 115 pp.). Recuerdo que en ese momento estaba de moda en toda América Latina
la activista Camila Vallejo, así que las chilenas se estaban convirtiendo para
mí en modelo redondo de combatividad.
El libro me deslumbró por lo que tiene de hecho
consumado pero más por lo que tiene de idea. Imaginé a las chilenas en la
solicitud del material: era necesario convocar a cien compañeras escritoras
para que cada una apoquinara una microficción sobre el tema. Supuse que en
otras latitudes no sería fácil concluir tal emprendimiento, pues aquí y allá,
en muchas partes, el trabajo colectivo y solidario se ha tornado muy difícil
ante las inercias dominantes de la ganancia y el individualismo. Vi que en
Chile eso no pasa, o al menos no pasa con mis amigas Lilian Elphick, Pía
Barros, Gabriela Aguilera, Silvia Guajardo, Susana Sánchez y demás, quienes
cierran filas y cristalizan proyectos con una solidaridad que me pasmó,
envidiable.