Hay
una afirmación de Ricardo Garibay en Oficio
de leer (Océano, 1996) que me deslumbra: “Un paradero literario es una
frase donde hay que detenerse”. Esta frase es pues, también, un “paradero”. La
siento justa porque siempre que leo, y también cuando escucho, hay puñados de
palabras que logran decir más que otros, como si fueran sentencias o aforismos
o axiomas involuntarios. Esas frases pueden salir de la pluma de Voltaire o de
la boca del compita que nos cambia la Firestone en una vulka, todo depende del
misterioso encanto que contenga la pizca de palabras.
Recuerdo
una. Oriundo del interior argentino, un padrote fracasado (ignoro si esto es un
pleonasmo) recuerda su llegada a Buenos Aires. Aparece en el cuento “El precio
del amor”, de Ricardo Piglia, y su imagen se me quedó adherida a la memoria. Cuando
el personaje narrador describe su llegada a la capital, dice: “En esta ciudad
de mierda, ¿te das cuenta? Uno llega, piensa que lo están esperando. Cuando
quiere acordarse, está perdido, triturado”. Toda su tragedia ulterior estuvo
cifrada entonces en ese comienzo: “Uno llega, piensa que lo están esperando”, pero
en realidad no hay una sola persona que de veras tenga los brazos abiertos, la
mano tendida para ayudar.
Cuando
el hombre es joven y por necesidad debe dejar su primer espacio —el pueblo-útero
que lo arropó en los años de primera formación—, es frecuente su tendencia a
pensar que alguien, quien sea, estará esperando del otro lado de los cerros o
del agua. La realidad es otra, por eso al personaje de Piglia le va como le va:
es triturado. Ocurre casi lo mismo —no sé por qué siempre lo he pensado así—
con el escritor muy joven acosado por el ansia de publicar. Hoy existe la
válvula despresurizadora de las redes sociales y los blogs para compartir lo
primero que va saliendo de la impetuosa vena, pero el libro sigue firme como
fetiche ideal para paliar las urgencias de quien desea darse a conocer como
“escritor” y tal vez, por qué no, alcanzar el estrellato.
Por
experiencia vivida y leída sé que es muy difícil resistir la punzada de
publicar recién agrietado el cascarón. Cuando alguien descubre que escribir es
“lo suyo”, no falta que antes de articular algo decoroso, lo que sea, ya se
imagine firmando libros y estremeciendo a la humanidad con párrafos y estrofas más
bien calisténicos, de mero calentamiento. En esta etapa no cabe por lo general
ni un átomo de escepticismo. Eso viene luego, después de publicar dos o tres
libros y darse cuenta de que la gente recibe esas creaturas como quien recibe
el martes. En tal momento se demuestra la verdadera vocación: si uno es
triturado por la indiferencia y de todos modos sigue dándole al teclado, allí
está clara.
Ser
Rimbaud es un tanto complicado, así que es muy común que los primeros y
apresurados libros sólo tengan un valor curricular. Quizá, si el escritor
avanza y cuaja, la crítica los ubicará como embriones de lo que luego llegó,
rastreará en ellos las preocupaciones que después se convirtieron en el hueso y
la carne de la obra madura. Pienso por ejemplo en ¡Écue-Yamba-O!, Fervor de
Buenos Aires y Los jefes, libros
de los que sus autores (Carpentier, Borges y Vargas Llosa, respectivamente)
hablaron siempre como quien confiesa sus pecados juveniles.
No
veo mal, sin embargo, que el joven escritor (o a veces no tan joven) quiera
publicar con la premura de una ambulancia. Lo que debe saber, aunque duela, es
que nadie estará esperando y quizá nadie, jamás, vaya a hacerlo. Si prosigue
pese a esto, muy bien. Si no, también.