“A esta altura de mi vida en una gran ciudad, lo mejor que le encuentro a un automóvil es que no sea mío. Desgraciadamente ellos no parecen compartir este rechazo, y me basta salir a la calle para ingresar en un sistema y un código en los que sólo la vigilancia más atenta puede evitar el rápido paso de la integridad a la papilla”, dice Cortázar en “Monólogo del peatón”, uno de los muchos textos integrados a Papeles inesperados (Punto de lectura, México, 2009, 486 pp.), el librote misceláneo que hace cinco años llegó a engrosar el ya de por sí gordo expediente cortazareano.
No
sé si me equivoco pero en general los escritores, por su misma naturaleza
encerradiza, tienen una mala relación con el coche y demás objetos atropelladores
no identificados. De Cortázar no me sorprenden las palabras citadas, pues la
neurosis automovilística le saltó en otros momentos, entre ellos el que lo
llevó a escribir “Autopista del sur”, uno de los relatos infalibles en
cualquier antología del argentino. Tuvo al final de su vida, como sabemos y él
mismo lo declara, un fugaz reencuentro amoroso con el coche, pero hizo trampa:
viajó con la hermosa Carol Dunlop, su pareja, de París a Marsella, y se tomó
casi un mes para hacer un viaje que por lo común demanda diez horas. Usó en
este caso el menos aventurero de los vehículos, una Combi roja que a cada parada
se demoró en pausas de exploración y fotografía que quedaron impresas en Los autonautas de la cosmopista, libro
que casi casi apareció póstumamente.
Un
rastreo veloz por la biografía de muchos escritores nos permitiría ver que
conducir (manejar, decimos en mi
rancho) está lejos de ser un goce del gremio. No imagino a Rulfo, a Borges, a
Neruda, a Paz, a Carpentier, a Benedetti, a Vargas Llosa (bueno, a Vargas Llosa
sí) en plan de Fittipaldis, con el codo salido por la ventanilla y silbando un
sabroso bolerito, muy acá. Más bien los imagino dependientes siempre de otros,
o de sus pies, que para caminar fueron
hechos. Creo que esta malquerencia del volante no se da por esnobismo,
sino por algo que en efecto caracteriza al escritor: su distracción.
Distracción, claro, de lo cotidiano, de lo inmediato, no de lo que se supone
está escribiendo permanentemente dentro la cabeza.
Mis
amigos escritores manejan con decoro, aunque muchos llegaron tarde al arte de
macalacachimbas, unos incluso más allá de los treinta años (yo conduje mi primera
nave casi en la ancianidad, según mis coétaneos: a los 23). Otros se van
vírgenes de patas de hule, y los admiro de veras. El caso de esta índole que
mejor recuerdo es el de Arreola, quien al parecer no fluctuó como Cortázar del
odio a la parcial aceptación vehicular, sino que abrazó una pureza absoluta
como caminante del Mayab y puntos circunvecinos. Tan lejos se colocó de la pasión
automovilística que en alguna de las muchas entregas para una columna que
publicó en El Sol de México durante
casi dos años, del 75 al 76, se confesó “peatón original” frente a la barbarie
de esas máquinas siempre listas para el apachurramiento y demás accidentes
perpetrados “en estas calles de Dios”.
¿Y
dónde me coloco yo? Con la mano en el pecho les aseguro que si me dan a
escoger, prefiero siempre, como Julio, que alguien me supla en los volantes o
si eso no es posible, conducir lo menos posible y caminar, caminar cuando se
pueda o ascender al “jet de la pradera”, cómo le decían mis amigos al
Torreón-Gómez-Lerdo en el que llegábamos a la secundaria. Sólo así veo algo que
me interesa ver, tocar, sentir: la ciudad.