sábado, marzo 15, 2014

Letras y patas de hule















“A esta altura de mi vida en una gran ciudad, lo mejor que le encuentro a un automóvil es que no sea mío. Desgraciadamente ellos no parecen compartir este rechazo, y me basta salir a la calle para ingresar en un sistema y un código en los que sólo la vigilancia más atenta puede evitar el rápido paso de la integridad a la papilla”, dice Cortázar en “Monólogo del peatón”, uno de los muchos textos integrados a Papeles inesperados (Punto de lectura, México, 2009, 486 pp.), el librote misceláneo que hace cinco años llegó a engrosar el ya de por sí gordo expediente cortazareano.
No sé si me equivoco pero en general los escritores, por su misma naturaleza encerradiza, tienen una mala relación con el coche y demás objetos atropelladores no identificados. De Cortázar no me sorprenden las palabras citadas, pues la neurosis automovilística le saltó en otros momentos, entre ellos el que lo llevó a escribir “Autopista del sur”, uno de los relatos infalibles en cualquier antología del argentino. Tuvo al final de su vida, como sabemos y él mismo lo declara, un fugaz reencuentro amoroso con el coche, pero hizo trampa: viajó con la hermosa Carol Dunlop, su pareja, de París a Marsella, y se tomó casi un mes para hacer un viaje que por lo común demanda diez horas. Usó en este caso el menos aventurero de los vehículos, una Combi roja que a cada parada se demoró en pausas de exploración y fotografía que quedaron impresas en Los autonautas de la cosmopista, libro que casi casi apareció póstumamente.
Un rastreo veloz por la biografía de muchos escritores nos permitiría ver que conducir (manejar, decimos en mi rancho) está lejos de ser un goce del gremio. No imagino a Rulfo, a Borges, a Neruda, a Paz, a Carpentier, a Benedetti, a Vargas Llosa (bueno, a Vargas Llosa sí) en plan de Fittipaldis, con el codo salido por la ventanilla y silbando un sabroso bolerito, muy acá. Más bien los imagino dependientes siempre de otros, o de sus pies, que para caminar fueron  hechos. Creo que esta malquerencia del volante no se da por esnobismo, sino por algo que en efecto caracteriza al escritor: su distracción. Distracción, claro, de lo cotidiano, de lo inmediato, no de lo que se supone está escribiendo permanentemente dentro la cabeza.
Mis amigos escritores manejan con decoro, aunque muchos llegaron tarde al arte de macalacachimbas, unos incluso más allá de los treinta años (yo conduje mi primera nave casi en la ancianidad, según mis coétaneos: a los 23). Otros se van vírgenes de patas de hule, y los admiro de veras. El caso de esta índole que mejor recuerdo es el de Arreola, quien al parecer no fluctuó como Cortázar del odio a la parcial aceptación vehicular, sino que abrazó una pureza absoluta como caminante del Mayab y puntos circunvecinos. Tan lejos se colocó de la pasión automovilística que en alguna de las muchas entregas para una columna que publicó en El Sol de México durante casi dos años, del 75 al 76, se confesó “peatón original” frente a la barbarie de esas máquinas siempre listas para el apachurramiento y demás accidentes perpetrados “en estas calles de Dios”.
¿Y dónde me coloco yo? Con la mano en el pecho les aseguro que si me dan a escoger, prefiero siempre, como Julio, que alguien me supla en los volantes o si eso no es posible, conducir lo menos posible y caminar, caminar cuando se pueda o ascender al “jet de la pradera”, cómo le decían mis amigos al Torreón-Gómez-Lerdo en el que llegábamos a la secundaria. Sólo así veo algo que me interesa ver, tocar, sentir: la ciudad.