Titular un libro (o un artículo, una película, un
disco, una obra de teatro, un programa de televisión, lo que sea) no es
enchilar tacos. Tiene su chiste, como todo, y para hacerlo bien es necesaria cierta
jiribilla. Es tan difícil que si no hay tiempo para pensar en esto, como pasa comúnmente
en el vertiginoso periodismo, ocurre con frecuencia que se cuelan títulos
atroces por kilométricos, sosos, obvios y demás. Por ejemplo, titular en
periodismo “Análisis de la política económica seguida por el gobierno de Peña
Nieto en su primer año de gobierno” es casi escribir el artículo en el título,
o sea, no titular nada. Unos sosos serían “El sistema político” o “La
inflación”, y así, fallidotes. Pero se entiende que en la prisa del periodismo los
títulos no se dejan hallar así nomás, tanto que a veces es lo más difícil de
encontrar.
En literatura se supone que no es lo mismo, pues en
ella hay tiempo para barajar posibles nombres antes de llegar a la pila
bautismal. De todos modos hay desaguisados, titulamientos que ni fu ni fa. No
hay regla en esto, vale decir desde ya. El poeta Gerardo Deniz, por ejemplo,
tiene títulos extraordinarios de una sola palabra, ideales para libros de índole
poética: Adrede, Gatuperio, Mansalva;
tiene otro un poco más largo, genial, para un libro con guiños autobiográficos:
Paños menores. También cortos, algunos
de Lezama Lima son hermosos: La fijeza,
Aventuras sigilosas, y este bárbaro: Enemigo
rumor.
Los mejores dos de Borges, a mi juicio, llevan la
palabra “historia”: Historia universal de
la infamia e Historia de la eternidad;
hay otro inmejorable: El tamaño de mi
esperanza. Él admiraba a los ingleses Burton y De Quincey, autores
de dos libros con títulos apabullantes: Anatomía
de la melancolía y El asesinato
considerado como una de las bellas artes, respectivamente. Vargas Llosa
tuvo la manía de usar la conjunción “y” en varios de los suyos: La ciudad y los perros, La tía Julia y el
escribidor, Pantaleón y las visitadoras, Kathie y el hipopótamo. Octavio
Paz logró títulos poderosos; los dos mejores son, a mi parecer, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de
la fe y La llama doble.
Los títulos de García Márquez han sido claves de su
éxito. Son poéticos, de una sonoridad perfecta: El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El amor en
los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios, Memoria de mis putas tristes;
pero su título más famoso es, sin duda, Crónica
de una muerte anunciada, que ha sido parafraseado hasta el asco, tanto que
ya suena mal decir, por ejemplo, “Crónica de un fraude anunciado”.
Muchos escritores de más reciente producción han
despoetizado sus títulos, casi casi a la manera de Bukowski y su Música de cañerías.
Fadanelli tiene libros deliberadamente bautizados a la malagueña salerosa: Terlenka, Lodo, como Melamina o Six pack, de nuestros Daniel Herrera y Carlos Reyes. Fernando
Nachón, también mexicano, llevó al extremo esta posibilidad y publicó libros
con títulos escalofriantes: Cachetadas en
las nalgas, De a perrito, Diario de un pendejo.
Titular, como
podemos ver, no es tan sencillo. Hay sutilezas que deben ser tomadas en cuenta,
no nombrar a lo burro. Eso es lo que veo en el título que me gusta más entre
todos los que me gustan, uno que siempre envidiaré: Todo verdor perecerá,
novela del argentino Eduardo Mallea.