Entre los narradores hay una subespecie no abundante:
la de los teóricos, quienes se caracterizan por escribir relatos y reflexionar
cada que pueden sobre las estrategias que otros escritores y ellos mismos han
usado para construir ficciones, para inventar personajes, tramas y atmósferas.
A esta categoría pertenecen, entre otros pocos, Ricardo Piglia y Mario Vargas
Llosa, escritores que en numerosos ensayos y conferencias han escudriñado en la
producción propia y ajena con el único fin de destacar los pliegues y resortes
ocultos en las historias que por convencionalismo llamamos “ficciones” aunque
partan de la realidad y a veces intenten retratarla con detalle. No es un
trabajo sencillo, pues las posibilidades de la creación narrativa y su
concreción (en un cuento o una novela, por ejemplo) demandan observaciones que
en algunos casos rozan incluso la filosofía.
Por eso nomás, por lo difícil que es pensar en el
arte de la ficción y sus entresijos, uno no puede menos que alegrarse con la presencia
de Umberto Eco y sus Confesiones de un
joven novelista (Lumen, 2011, 221 pp.), libro que amablemente nos pavimenta
el camino hacia el entendimiento, sobre todo, del corpus narrativo armado por
el piamontés, aunque con inevitables derivaciones hacia todos los derroteros del
afán ficcionalizador.
Eco, lo sabemos, arrancó ya ruco su carrera de
novelista. Tenía 38 años y una sólida reputación como ensayista especializado
en semiótica cuando publicó El nombre de
la rosa (1980), libro que de golpe lo instaló, ayudado además por la
versión fílmica (1986), en los más visibles escaparates de la literatura
mundial. Ocho años después apareció El
péndulo de Foucault, y de allí no ha parado hasta arracimar seis novelotas
(como Baudolino, que es un libro descomunal)
sin dejar de publicar, claro, cada dos o tres días, algún ensayo sobre sus
temas recurrentes: estética, medios de comunicación, cultura medieval y demás.
Entre esos libros apareció Confesiones de un joven novelista, ciclo de conferencias que Eco
ofreció en EU, reflexiones cuyo interés radica principalmente en ver el
despliegue de datos que el italiano pone sobre la mesa para que, con el
conejillo de Indias de sus propias ficciones, nos adentremos de su mano hacia
las profundidades de la creación.
Cierto que algunos pasajes son inevitablemente
densos, pero el tono accesible (y “socarrón”, como dicen los editores) se
sostiene en la mayor parte de las conferencias. Es una rara mixtura la que se
da en el Eco de estas páginas: por un lado leemos al erudito que parece saberlo
todo, al anatomista del pensamiento que ve significados donde no parece haber
nada; y por otro, al hombre de carne y hueso que nos lleva a la cocina de sus
libros narrativos, a sus manías de investigador detectivesco, esas obsesiones
que lo obligan a contar el tiempo que demora en recorrer un pasillo de abadía
para ajustar a tal distancia un diálogo de sus personajes.
Para los fans de Eco, y para los no fans de Eco pero
sí interesados en pasear por los sótanos de cualquier relato, Confesiones de un joven novelista es un
libro muy útil. Con este Eco hay que parar oreja.