He
acomodado en diez años la lectura de una asombrosa trilogía armada por
Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948). Por suerte pude proceder en orden: La lengua del malón (2003), El amor argentino (2004) y 77 (Planeta, 2008, 273 pp.). La más
reciente es la que conservo, por lógica, más fresca, pues la acabo de despachar
hace apenas tres semanas. Su extraño título alude al año más cruento de la
dictadura argentina, esa dictadura eufemísticamente llamada Proceso de
Reorganización Nacional que en esencia fue, lo sabemos todos, un régimen que
sólo reorganizó una carnicería. En efecto, hacia 1977 toda la Argentina vivía
el azote de los milicos que sin pudor alguno secuestraban y desaparecían/mataban
a todo aquel sospechoso de subversivo, lo que no es de poco temer cuando de facto ha sido borrado cualquier
vestigio de Estado de derecho.
La
novela, es decir 77, pone en escena,
como en las otras piezas de la trilogía, al profesor Gómez, hombrecillo solitario,
gris homosexual que da clases en una secundaria, apasionado de las letras
inglesas, “cabecita negra” y difuso simpatizante del peronismo. Junto con él
asistimos a la reiterada visión (justamente obsesiva en la conciencia argentina)
del bombardeo a la Plaza de Mayo del 55 y toda la ristra de conflictos que
derivaron en un desastre: la llegada de los Videlas y los Masseras y los
Agostis y los Bussis y los Menéndez al poder que luego usarían como instrumento
de aniquilación.
Me
detengo brevemente en la expresión de uso colectivo “cabecita negra”. Cargada
de un fuerte componente racista y por lo mismo clasista, es la etiqueta usada
por el argentino blanco contra los hombres que, llegados del interior a la
capital para mejorar su condición del vida en el trabajo industrial, luego
serían identificados por los blancos antiperonistas simplemente como
“cabecitas”.
El
profesor Gómez es pues un cabecita, y además carga el agravante de una
homosexualidad no confesa, de clóset, y la culpa de estar a medio camino entre
la simpatía con los rebeldes y el pavor. Junto a él, frente a sus ojos, pasa el
espectáculo de la persecución contra todo lo que huela a montonero, el
movimiento radical peronista que después fue despiadadamente perseguido por la
dictadura de igual forma que lo fue, entre otros, al mismo tiempo, la guerrilla
marxista del PRT encabezada por Mario Roberto Santucho.
Sé
que en México el nombre de Guillermo Saccomanno suena a nada pese a que, como me
lo comentó, alguna vez estuvo en Saltillo, y sé asimismo que la dinámica
montonera y el acoso militar nos suenan a historia lejanísima, pero tras hincar
el ojo a 77 siento que muchas de sus
páginas sólo requieren algunos cambios —básicamente de nombres propios— para
adaptarse de manera congruente a la realidad que vivimos hace poco en sitios
como La Laguna. Igual que aquí, el miedo en la novela está instalado,
atornillado a la vida cotidiana: “Un atardecer, cuando volvía del colegio sentí
que me seguían. No era una simple sensación. Era físico ese miedo. En todo el
cuerpo lo sentía. Me paraba frente a una vidriera y miraba hacia atrás como al
descuido. Dos tipos que venían detrás de mí parecieron canas [policías]. Crucé
la calle. Los tipos siguieron de largo. Respiré. Pero la paranoia volvió a la
carga. La realidad entera era cana”.
Y
así todo el tiempo, como ocurrió aquí, insisto, donde por algunos años, calculo
que del 2007 al 2012, el infausto calderonato, nada que se moviera afuera de
nuestras casas era de fiar.
En
muchos pasajes de 77 no vi pues una
novela argentina: vi una novela nuestra, asombrosa, mexicana y reciente.