Acaba
de salir la versión definitiva (si esto fuera posible) de mi libro Polvo somos (treinta relatos futbolísticos) y
como sucede con frecuencia, de mi cuota total de cinco lectores no ha faltado alguno
que pregunta sobre el origen de los relatos. ¿Se basan en experiencias reales?,
es su inquietud. Mi respuesta es concisa: no, todas son ficciones, inventos,
creaturas puestas en pie por la imaginación. Con ella dejo contento a mi
interlocutor, aunque también esa respuesta es una ficción, pues si bien se
trata de textos apoyados en el fantaseo, todos tienen vasos comunicantes con mi
experiencia real. Explico y aprovecho la explicación para volver al tema de la
autobiografía en la narrativa, tema que hace poco sobrevolé en el texto “Con la
jaulita al hombro”.
Creo
que ninguna de las treinta historias que configuran Polvo somos cuenta un hecho real, pero todas requirieron mi
experiencia directa para ser inventadas. Los escritores suelen dividir sus
opiniones cuando hablan sobre escritura y autobiografía. Unos aseguran rehuir
su experiencia real y otros dicen usarla como si fuera la mejor plastilina para
modelar relatos. Yo soy de esos escritores a la antigua que suelen todavía conversar
sobre sus métodos de trabajo, así que no me apura destacar que uso lo que tengo
más a la mano para confeccionar historias. Nada es tan mecánico, por supuesto,
pero procedo más o menos así.
En
un altísimo porcentaje de los casos pienso primero en la situación, en la
famosa “anécdota”. Es menos frecuente que primero se me ocurra un título, o un
personaje, o una frase con cierto encanto. No, lo primero que se atraviesa en
el camino es pues una situación que puede ser resumida en una frase. Tal es el
embrión del relato. Lo que sigue es buscarle protagonistas. Generalmente es uno
el más importante, y a ése se le añaden otros, incluido el antagonista si lo
hay “de carne y hueso”. Lo demás es malicia, guiño, finta, “bicicleta” de Ganso Padilla para que el lector se vea
metido en un texto envolvente y tenuemente barnizado de ambigüedad.
Y
es aquí donde llego a la autobiografía oculta. Para no trabarme, para que el embrión
de relato crezca y vaya más allá del puñadito de palabras, ubico la anécdota y
los personajes en terreno conocido. Aparece entonces lo que denomino “la sombra
del yo”. Si requiero una oficina, pienso, y de alguna manera “retrato”, alguna
de las oficinas que he habitado, tal cual. Si necesito un hotel, lo mismo,
pienso en alguno que se acomode al presupuesto de la anécdota. Si es un
restaurante, nada mejor que mover a los tipos del relato por alguno que retenga
mi memoria. Y así sucesivamente. Ubicar “una zona” guardada en mi recuerdo
permite que allí los personajes se muevan con confianza y sabedores de que
dominan el terreno. Por eso, no miento si digo que los terregosos campos de
futbol, los estadios, los camiones, los barrios donde actúa cada personaje de Polvo somos fueron arrebatados a mi
autobiografía. Las historias son inventadas; el contexto, la atmósfera, la vida
que sirve de background, no.
En
1999 publiqué el relato más lejano a mi experiencia. Fue El principio del terror, novela que narra la vida (imaginaria, a la
Schwob) del primer guillotinado. Las peripecias de Nicolas-Jacques Pelletier se
dan, obvio, en París. Por eso algunos, cuando apareció, me preguntaron que si
yo conocía esa ciudad. Les dije que no, y sigue siendo fecha que no la conozco.
Mi respuesta fue simple: pude armar las correrías de Pelletier por los
recovecos de París gracias a un truco: en mi imaginación lo puse a caminar por
el Gómez Palacio, Durango, de mi adolescencia, y así el cabrón hizo lo que
quiso.