No
sé si avanza o no un proyecto editorial en el que me pidieron escribir un
prólogo sobre Xavier Icaza, escritor duranguense que participó en el movimiento
estridentista con la novela Panchito
Chapopote (Editorial Cvltvra, México, 1928). Al trabajar sobre este libro
ubicado en la estética vanguardista, me chuté algunos ensayos importantes de,
entre otros, John S. Brushwood y Edith Negrín. Sobre el estridentismo ya tenía
la referencia de lo que escribió el crítico argentino Luis Mario Schneider en El Estridentismo o una literatura de la
estrategia y El Estridentismo, México 1921-1927, y por supuesto El movimiento estridentista de Germán
List Arzubide, pero debo reconocer que en el viaje de escribir el prólogo me
gustó particularmente Elevación y caída
del estridentismo (Ediciones sin Nombre, La Centena, México, 2002), de Evodio
Escalante.
Lo
disfruté sobre todo porque, como era obligado en un ensayo de esta naturaleza, examina
aquel movimiento de vanguardia mexicano mediante la descripción de sus defectos
y de sus virtudes. Para los primeros, Escalante apela a las opiniones de, entre
otros, Torres Bodet, Villaurrutia, Alatorre, Monsiváis, Blanco y Quirarte; y para
los segundos recurre a los estudios del mismo Brushwood, Katharina Niemayer y
en parte a los de Schneider. Escalante no oculta su simpatía (que comparto) con
los estridentistas, aunque también señala sus contradicciones y el propósito no
tan involuntario de no dejar herederos, una “escuela”, como sí lo hizo el grupo
de los contemporáneos, sus rivales.
Contra
lo que se les pudo y pueda achacar, a mi parecer fueron lo más cercano que tuvo
México a un grupo de vanguardia. En aquel momento (digamos de 1910 a 1940), en
Europa y en América Latina soplaban para el arte, lo sabemos, vientos de
impetuoso cambio. Las estrategias de la ruptura, de la modernolatría, del
humor, del dislocamiento, de la mixtura genérica y de la fragmentariedad
cundían en Occidente, y si en Lima, Santiago, Buenos Aires, Río de Janeiro,
Montevideo tenían resonancia, México vio nacer ese alebrestamiento con los
estridentistas.
Creo
no equivocarme cuando pienso que hay dos rebeldías, dicho esto con un
esquematismo motivado por la concisión a la que se ve obligado todo texto periodístico:
una rebeldía parasitaria, de cáscara, casi actoral, infértil; otra, aquella que
se pone a chambear y da frutos que pueden sostenerse en el tiempo pese a la
incomprensión coyuntural. Esa segunda rebeldía es la que, calculo, corresponde
atribuir a los estridentistas. Las luchas encarnizadas motivaron el desdén del
grupo que al final se impuso, el de los contemporáneos, que “ganó” y casi
provocó el borramiento de los jóvenes encabezados por Manuel Maples Arce, aunque
al final pasó lo que debía pasar: los frutos sobrevivieron y así sea a
cuentagotas motivaron reflexiones, relecturas, acercamientos y en no pocas
ocasiones aplausos a la proeza de aquellos vanguardistas.
Escalante,
por suerte, da la lista de los libros que dejaron: “… de Maples Arce, Andamios interiores (1922), Urbe (1924) y Poemas interdictos (1927); así como La señorita etcétera (1922) y El
Café de Nadie (1925) de Arqueles Vela, sin olvidar Avión (1923) y Radio
(1924) de Luis Quintanilla, ni algunos de los libros de Germán List Arzubide
como Esquina (1923) y El viajero en el vértice (1926), así
como su deliciosa crónica fantástica El
movimiento estridentista (1926)”, a los que agrega, con Brushwood, Panchito Chapopote, de Xavier Icaza.
Están
por cumplir un siglo. Es una tanda de libros que innegablemente siguen ofreciendo
algo, al menos el gesto de rebeldía y renovación, lograda o fallida, que se
materializó en hechos concretos: once libros estridentes en seis años.