Creo que
son ya cuatro los libros de García Márquez que sin querer he podido leer de un
jalón. En la lista no están los extensos, obvio, sino aquellos ubicados cerca o
relativamente cerca de las cien páginas, como Miguel Littín clandestino en Chile, Crónica de una muerte anunciada, Relato
de un náufrago (los tres hace muchos años) y ahora, el pasado fin de
semana, Yo no vengo a decir un discurso
(Mondadori, 2010, 155 pp.) regalo que en 2013 me hiciera, enviado desde el DF,
mi amiga Marcela Medina. Obviamente se trata de un libro menor en la
bibliografía del Nobel colombiano, pero, como todos los suyos, no deja de tener
la virtud de la buena prosa y el encanto de muchas referencias sobre sus
andanzas sobre la pelota terrestre.
El libro
recorre parte de la trayectoria garciamarquiana como orador. O más
precisamente, como lector de discursos, pues la oratoria de voz atronadora y
gestos histriónicos nunca fue lo suyo ni es, que yo sepa, hábito de escritores
desde las épocas de Emilio Castelar. Los textos que componen Yo no vengo a decir un discurso fueron
escritos para ser leídos en voz alta, y ahora aparecen arracimados en un libro
porque de García Márquez se venderían, organizados, hasta los postits con sus pendientes de la semana entrante.
Este
libro puede ser, sobre todo para los fans del Gabo, un grato complemento de los
muchos otros que han granjeado fama al autor de Cien años de soledad. Está en la línea de El olor de la guayaba, la conocida entrevista de Plinio Apuleyo
Mendoza, o Textos costeños, el
ladrillote de columnas firmado con el seudónimo Séptimus. Es decir, se trata de
un título complementario y armado desde fuera, más por exigencias editoriales
que íntimas, quizá un poco contra la voluntad del propio autor. Cristóbal Pera
señala, en una nota final, que trabajó “codo con codo” junto a GGM para
organizar y revisar los discursos. Sospecho por eso que la idea del libro fue
ocurrencia de otros, no del escritor.
Yo no vengo a decir un discurso presenta 22 textos de GGM en
secuencia cronológica. El primero data de 1944, cuando su enunciador tenía
apenas 16 años; el último, de 2007, año en el que estaba a punto de cumplir los
ochenta. Más que ver la “evolución” de un estilo o de una personalidad,
evolución que no me parece significativamente marcada —salvo, claro, en el
brinco que se nota del primero al segundo discurso, del año 44 al 70, puesto
que estamos hablando de la transición del adolescente al adulto ya bien entrado
en años—, somos testigos del salto descomunal que significó Cien años de soledad en la vida de su
creador. Antes del discurso de 1970 sólo está el anecdótico de la adolescencia,
por lo que fácilmente se puede colegir que es a partir de 1967, o sea, a partir
del lanzamiento de su novela cumbre, cuando GGM comienza a encarar la ingrata
situación de leer discursos, “el más terrorífico de los compromisos humanos”.
Para
beneplácito de sus lectores, el oriundo de Aracataca pasa involuntaria revista,
mediante los discursos, a sus temas, a sus viajes y a varios de los espacios
que lo han acogido en auditorios abarrotados. La política, el cine, la
historia, el periodismo y, claro, la literatura son las disciplinas que navegan
sobre estas páginas. De todas las piezas, tres me parecen memorables: el
discurso ofrecido durante la ceremonia de recepción del Nobel (una brillante
condensación de la historia de Europa y América), el dedicado a la figura de su
amigo Cortázar, y el último, leído en la conmemoración del cuarenta aniversario
de Cien años… Estos fueron los que
más me agradaron, pero es innegable que en todos, hasta en el de 1944, campea
la escritura de calidad, la adjetivación restallante y el compromiso con la
belleza de este clásico vivo.