¿El
escritor nace o se hace? Esta pregunta podemos dedicarla a cualquier
profesional: ¿el matemático, el ajedrecista, el carpintero, el vulcanólogo, el
estilista, el cantante, el plomero, el “lo que sea” nacen o se hacen? La
respuesta resulta sencilla en todos los casos y es, como dice el albañil al
preparar la mezcla, ésta: micha y micha. Cualquier profesión asumida
vocacionalmente, es decir, no por obligación sino por genuino gusto, demanda
una mixtura de capacidad innata, de inclinación física y anímica natural, y de
trabajo, de chamba similar a la del galeote.
Los
casos que rompen esta dualidad cunden en el planeta. En toda actividad hay
profesionales que no traen la onza ni le echan fervor a la chamba, o que traen
el diamante y se tiran a la hamaca porque creen que se pulirá solo, o que no
traen nada de nacimiento y de paso asumen esa carencia rascándose el ombligo.
En menor cantidad están los que cuentan con el talento y se empeñan en
perfeccionarse, los conscientes de una capacidad que saben escalable gracias,
sin más, al trabajo.
En
Escribir es un tic (Ariel, Barcelona,
2008), libro-bufet de Francisco Piccolo, esto es afirmado mediante una parábola
deportiva: “Conviene recordar siempre que McEnroe y Carl Lewis, lo mismo que
Maradona, son una combinación de talento y entrenamiento. Más de uno pensará:
si yo tuviera las piernas de Carl Lewis no perdería el tiempo entrenándome.
Pero si Carl Lewis hubiera decidido levantarse cada cuatro años para ir a los
Juegos Olímpicos a correr y saltar, su talento habría quedado en muy mal lugar.
Basta con informarse un poco para saber que Carl Lewis se entrenaba más que
nadie, más que los que no eran Carl Lewis. Así que no será difícil creer que el
mismo concepto (método, justamente) se les puede aplicar a Tolstoi y a
Flaubert, a García Márquez y a Calvino”.
Si
Carl Lewis entrenaba más que los que no eran Carl Lewis, imaginen entonces lo
que debe hacer, en el caso de la literatura, quienes no son Faulkner o Mann. Deben
entregar su vida, lo que se pueda de su vida, a la pulimentación, sin fatiga, de
la piedrita que ya traen de nacencia, pues de lo contrario no llegarán a
escribir lo que en potencia, por el talento natural ya dado, guardan en su
cabeza.
Sobre
los métodos de trabajo no hay regla que valga, pues en este caso cada quién se
inventa sus entrenamientos y se inscribe en sus competencias. Pienso por
ejemplo en Juan Rulfo. A simple vista parece un escritor huevón, un genio que
no quiso dar a la posteridad más allá de dos o tres libros. Rulfo tenía, es
incuestionable, un talento especial, único e inaudito, un oído conectado con la
sonoridad profunda del español mexicano del mundo rural. Eso estaba en él desde
siempre, desde que nació, pero lo pulió en silencio, abnegada, tozudamente, a
lo largo de los 35 años que le sirvieron de entrenamiento para llegar a El llano en llamas y Pedro Páramo. ¿Y qué fue exactamente ese
entrenamiento? Leer, leer como loco, con la vista puesta en las tripas de la
prosa, en la estructura de historias ajenas que orientaron y afinaron su
sensibilidad a un grado casi aéreo. Luego de esa breve totalidad, de esa
carrera de cien metros planos que fue “su” única carrera, Rulfo se llamó a
silencio y ya jamás volvió a las pistas.
Lo
malo es que los Rulfos, como los Bolts, no se dan en maceta. Los demás tienen,
tenemos, que trabajar y trabajar sin freno, todos los días leer y escribir cuanto
sea viable para poder dar lo poco o lo mucho a lo que estuvimos destinados, sea
lo que sea.