Es
difícil saber qué sabe uno. Lo más probable es que nada, más si nos comparamos
con Alfonso Reyes o con Wikipedia, soportes que dan la impresión de guardar en
su seno todo el conocimiento habido y por haber. Pero algo, aunque sea poco,
resguardamos dentro del cráneo, principalmente el conocimiento de lo que más
nos apasiona. En el caso del escritor, hasta donde sé, ese conocimiento es
diverso, multiforme, amplio y caótico, con frecuencia oscilante entre lo culto
y lo no tan culto.
Uno
de los mejores libros que tengo de la editorial Cal y Arena en realidad son dos
libros en uno: lo cocinaron a cuatro manos Rafael Pérez Gay y Luis Miguel Aguilar.
El primero, Cargos de conciencia, va de
un extremo al centro del libro; desde el otro flanco hace lo mismo Nadie puede escribir un libro. Es, pues,
un tabique siamés publicado en 1997. En la página 158 del área que corresponde
a Pérez Gay podemos leer esto: “… Aguilar disertó sin descanso acerca de: 1) T.S.
Eliot, 2) la enorme obra poética de Jorge Luis Borges, 3) la poesía latina
(citó de memoria algunos epigramas formidables que, estoy seguro, inventó sobre
su loca marcha discursiva), 4) la trayectoria de Hugo Sánchez en el futbol
internacional (tema en el cual lo derroté duramente), y al final 5) la vieja
colonia Condesa que nos vio crecer”.
Esta
lista de cinco incisos da una idea más o menos cercana a lo que quiero
escudriñar. El escritor —en este caso Luis Miguel Aguilar descrito por su amigo
y copiloto de libro Pérez Gay— es un pozo de saberes más o menos amplio y a
veces desordenado, tanto que del exquisito poeta de Misuri es posible pasar al
Niño de Oro con cierto descaro, como si fueran dos temas afines.
Recuerdo
que mi amigo Gerardo García Muñoz, lector memorioso y ensayista con visión
aguda, era capaz de sacar en cualquier charla nombres y andanzas de escritores,
músicos, filósofos, pintores y al mismo tiempo de boxeadores, beisbolistas y fauna
diversa de la farándula. Hasta donde recuerdo, él es el único que me ha
mencionado el nombre real del luchador pelón que salía de malo en las películas
de Santo (Nathanael León Moreno) o de Wally Barrón, actor que siempre hizo
papeles de sujeto abyecto. No por otra razón, luego de reír, hablábamos sobre
la imposibilidad de borrar esa información del disco duro.
Por
su lado, y sigo con los amigos que tengo más a la mano, Saúl Rosales tiene una
cultura amplia sobre materias como literatura, música y teatro, y puede
discurrir sobre Mayakovsky o Sartre o Haydn con la misma solvencia con la que
lo hace sobre Julio Jaramillo o Elizabeth Taylor.
Y
no se diga el caso de Gilberto Prado, quien en las sobremesas suele fluctuar
sin aduanas entre los poetas del Siglo de Oro español, los filósofos del
medievo y Los Ángeles Negros y Lalo Mora.
Es
posible que en esa capacidad para deambular por territorios tan dispares se
base la superstición periodística de entrevistarlos en toda ocasión. Hay, sin
embargo, límites, y todo escritor conoce los suyos. Salvo Papini, el mencionado
Reyes y algún otro que de momento olvido, los demás tienen o suelen tener una
digna erudición tutti frutti, pero con
frecuencia nada cercana, por ejemplo, a la economía, la medicina, la ciencia y
la cosmetología. Así que cuando vean que un escritor pontifique sobre los
avances de la oftalmología o el peligro de la gripe aviar es probable que sólo
se esté luciendo.