miércoles, abril 16, 2014

La erudición tutti frutti




















Es difícil saber qué sabe uno. Lo más probable es que nada, más si nos comparamos con Alfonso Reyes o con Wikipedia, soportes que dan la impresión de guardar en su seno todo el conocimiento habido y por haber. Pero algo, aunque sea poco, resguardamos dentro del cráneo, principalmente el conocimiento de lo que más nos apasiona. En el caso del escritor, hasta donde sé, ese conocimiento es diverso, multiforme, amplio y caótico, con frecuencia oscilante entre lo culto y lo no tan culto.
Uno de los mejores libros que tengo de la editorial Cal y Arena en realidad son dos libros en uno: lo cocinaron a cuatro manos Rafael Pérez Gay y Luis Miguel Aguilar. El primero, Cargos de conciencia, va de un extremo al centro del libro; desde el otro flanco hace lo mismo Nadie puede escribir un libro. Es, pues, un tabique siamés publicado en 1997. En la página 158 del área que corresponde a Pérez Gay podemos leer esto: “… Aguilar disertó sin descanso acerca de: 1) T.S. Eliot, 2) la enorme obra poética de Jorge Luis Borges, 3) la poesía latina (citó de memoria algunos epigramas formidables que, estoy seguro, inventó sobre su loca marcha discursiva), 4) la trayectoria de Hugo Sánchez en el futbol internacional (tema en el cual lo derroté duramente), y al final 5) la vieja colonia Condesa que nos vio crecer”.
Esta lista de cinco incisos da una idea más o menos cercana a lo que quiero escudriñar. El escritor —en este caso Luis Miguel Aguilar descrito por su amigo y copiloto de libro Pérez Gay— es un pozo de saberes más o menos amplio y a veces desordenado, tanto que del exquisito poeta de Misuri es posible pasar al Niño de Oro con cierto descaro, como si fueran dos temas afines.
Recuerdo que mi amigo Gerardo García Muñoz, lector memorioso y ensayista con visión aguda, era capaz de sacar en cualquier charla nombres y andanzas de escritores, músicos, filósofos, pintores y al mismo tiempo de boxeadores, beisbolistas y fauna diversa de la farándula. Hasta donde recuerdo, él es el único que me ha mencionado el nombre real del luchador pelón que salía de malo en las películas de Santo (Nathanael León Moreno) o de Wally Barrón, actor que siempre hizo papeles de sujeto abyecto. No por otra razón, luego de reír, hablábamos sobre la imposibilidad de borrar esa información del disco duro.
Por su lado, y sigo con los amigos que tengo más a la mano, Saúl Rosales tiene una cultura amplia sobre materias como literatura, música y teatro, y puede discurrir sobre Mayakovsky o Sartre o Haydn con la misma solvencia con la que lo hace sobre Julio Jaramillo o Elizabeth Taylor.
Y no se diga el caso de Gilberto Prado, quien en las sobremesas suele fluctuar sin aduanas entre los poetas del Siglo de Oro español, los filósofos del medievo y Los Ángeles Negros y Lalo Mora.
Es posible que en esa capacidad para deambular por territorios tan dispares se base la superstición periodística de entrevistarlos en toda ocasión. Hay, sin embargo, límites, y todo escritor conoce los suyos. Salvo Papini, el mencionado Reyes y algún otro que de momento olvido, los demás tienen o suelen tener una digna erudición tutti frutti, pero con frecuencia nada cercana, por ejemplo, a la economía, la medicina, la ciencia y la cosmetología. Así que cuando vean que un escritor pontifique sobre los avances de la oftalmología o el peligro de la gripe aviar es probable que sólo se esté luciendo.