Álvaro
Uribe (México, 1953) tiene un relato espléndido en el que narra su encuentro
con Cortázar. Está en el libro Cuadrángulo
(Aldus, Conaculta, colección La Centena, México, 2001), y lleva por título “Es
fama que el cronopio murió”. De hecho, uno tiene que cuidarse de no llamarlo
cuento tan a la primera, pues más bien parece una crónica sobre la admiración
de Uribe al autor de Rayuela. Por lo
anómalo, su final es hilarante, un final cortazareano a un cuento sobre
Cortázar.
Deliciosamente
escrito (me impresiona siempre la adjetivación de Uribe), describe en primera
persona las estancias del personaje-narrador en París, cómo a los 18 años lee
por primera vez a Cortázar y cómo queda flechado para siempre sobre todo por Rayuela y 62 modelo para armar. Así hasta llegar a un momento crucial, a
medio cuento-crónica: el primer encuentro con el maestro. Poco antes de darse,
el personaje-narrador declara: “Nunca hasta entonces me había interesado tratar
en persona a mis escritores tutelares. Muchos compañeros de mi edad compartían
esa reticencia. Casi todos temían decepcionarse: temían que el individuo de
carne y hueso fuera menos atractivo que sus libros. A mí en cambio me aterraba
decepcionar”.
Poco
más adelante comparte pues una comida con Cortázar y un amigo común. Es un
fracaso, siente que dice un par de imprudencias que ni la exquisita educación
del argentino podía perdonar, y concluye sobre aquel encuentro: “Yo en su lugar
[en lugar de Cortázar] habría reflexionado que hay algo de cierto en la
perogrullada de que no vale la pena conocer a los escritores, pero que en
muchos casos puede valer aún menos la pena conocer a los lectores. Sería sin
embargo arrogante suponer que el encuentro conmigo le sugirió siquiera esa
pobre reflexión. Es más sensato creer que olvidó el incidente a los pocos
minutos y que nunca volvió a pensar en el prescindible mexicanito que
deliberada o torpemente lo había importunado”.
Este
comentario me lleva a pensar en la inquietud que seguido experimentan muchos
lectores: conocer a sus escritores favoritos, una inquietud que puede llegar a
ser patológica cuando se trata de escritores que desean conocer a sus
“escritores tutelares”. Esto, sin embargo, es normal. ¿Quién no desea saludar
de mano al tótem del oficio que más le apasiona? ¿Quién no anhela un autógrafo,
una foto, una prenda puesta a la venta en Sotheby’s o casas por el estilo?
Pienso por ejemplo en lo que daría un admirador de Marlon Brando por el moño
que usaba para personificar a don Corleone, o en lo que costaría, si lo
vendieran, el balón que entró a la portería impulsado por la mano de dios.
Cuando se trata de escritores todavía vivos, muchos admiradores no se contentan
con el mero libro y desean conocer al ídolo. Para eso sirven ahora las ferias:
los autores de alto prestigio son arreados allí por las editoriales sólo para
que la gente sacie un poco su hambre de cercanía. Los escritores jóvenes, sin
embargo, suelen buscar algo más: conversar, echar unas copas con el idolazo, y
cuando eso se da suele ocurrir que no ocurre nada, salvo, a veces, alguna
decepción mutua: el escritor en cierne ve que el maestro es seco, distante, a
veces hosco, y el escritor consagrado advierte timidez extrema o ganas de
lucirse en el admirador, y suele olvidarlo en el acto. Esto que digo es muy
esquemático, por supuesto, pero es lo que más suele pasar, por eso lo consigno.
En
lo personal, he trabado muy poco contacto en comidas o cenas con escritores
famosos. Lo más que he alcanzado es una breve mesa, en SLP, con Vargas Llosa.
No sé si me equivoco al pensar que es preferible el trato con los libros que
con sus autores. Esto puede ser explicado con facilidad: a los libros no
tenemos para qué serles simpáticos o inteligentes, así que nunca los
decepcionaremos. Con comprarlos y leerlos, si antes no nos decepcionan, basta.