sábado, abril 19, 2014

Cuando era aprendiz e indocumentado
















Mi buena relación con Gabriel García Márquez tiene la edad de mi biblioteca: 32 años. Lo sé porque en octubre de 1982, año en el que ganó el Nobel, yo acababa de entrar a la universidad con el deseo no tan difuso de dedicarme, imagínense, a escribir. Coincidió entonces que accedí a la universidad y casi al mismo tiempo comenzó la búsqueda de los libros que en teoría me han ido, imagínense otra vez, formando. Si nos atenemos a la idea pigliana de que toda biblioteca encierra una autobiografía, en mi vida bibliográfica están, sin duda, la literatura, el periodismo, la historia y el arte como protagonistas, pues la mayor parte de los libros que pueblan mis entrepaños se relacionan con esas disciplinas.
Guiado entonces, nomás, por el instinto y el internet de aquella época, los periódicos de papel, supe como cualquier hijo de vecino que un colombiano se había agenciado el mayor premio literario del mundo. Como aprendiz de lector y todavía más aprendiz de escritor entendía que allí donde los diarios hicieran énfasis estaba la posibilidad de hallar un buen escritor, así que un día salí de casa, como lo hice innumerables ocasiones, rumbo a la avenida Morelos, de Torreón, zona donde se ubicaban todas nuestras librerías. Este recuerdo es imborrable. En el local de Librolandia, montado frente al estudio fotográfico de Julio Sosa, hallé varios libros del premiado. El dinero sólo me alcanzó para comprar el más delgadito: El coronel no tiene quien le escriba en la edición de Oveja Negra. Tenía un pegote dorado en la portada: Premio Nobel 1982.
Lo leí de una sentada, claro, y me deslumbró. Es un libro que conservo, pese a que los libros de Oveja Negra terminaban convertidos en un póker, con todas las hojas zafadas de sus lomos. Por una razón irracional, considero que con ese libro comenzó la construcción de mi biblioteca. Puede ser que antes hubiera conseguido algunos pocos títulos, pero el hecho de recordar cómo hallé y cómo leí El coronel… me mueve a pensar que ese puñado de páginas son la piedra fundante de una biblioteca que, lo he dicho muchas veces, me enorgullece sólo por debajo del orgullo que me producen mis tres hijas.
A partir de entonces, pues, un libro o una revista o una conversación me llevaban a otros libros, de manera que pude hacerme de varias obras completas o casi completas de muchos autores, entre los que se encuentra García Márquez. Sin apremio, sin ceñirme a ningún plan, lo he recorrido casi completo. En la misma Librolandia compré luego Cien años de soledad (edición que muchos años después regalé a mi ex alumno Beto de la Fuente) y en muchos lugares más sus otros libros. Creo tener dos de sus primeras ediciones: la de La mala hora y la de Crónica de una muerte anunciada. En librerías de viejo he encontrado sus libros recientes, pues ya no solía comprarlos cuando eran novedades editoriales. Tengo otro recuerdo importante con un libro de GGM: en la librería del Güero ubicada en un local del mercado (que en paz descanse) Pancho Villa, encontré Cuando era feliz e indocumentado, crónicas y reportajes de GGM publicadas en editorial Rotativa, española. Para mí se trata de un libro modelo, tanto que, entre los títulos periodísticos del colombiano, es el que más aprecio.
Por todo esto el 17 de abril escribí un tuit que fue más o menos celebrado: “Ya que Gabriel García Márquez murió, ignoro por qué razón su ida me parece extraña. Sospecho que en el fondo yo pensaba que era inmortal”. Ahora creo entender por qué: él es simbólicamente mi biblioteca y uno se niega a aceptar que eso, lo verdaderamente bueno, también termina.