Mi
buena relación con Gabriel García Márquez tiene la edad de mi biblioteca: 32
años. Lo sé porque en octubre de 1982, año en el que ganó el Nobel, yo acababa
de entrar a la universidad con el deseo no tan difuso de dedicarme, imagínense,
a escribir. Coincidió entonces que accedí a la universidad y casi al mismo
tiempo comenzó la búsqueda de los libros que en teoría me han ido, imagínense
otra vez, formando. Si nos atenemos a la idea pigliana de que toda biblioteca
encierra una autobiografía, en mi vida bibliográfica están, sin duda, la
literatura, el periodismo, la historia y el arte como protagonistas, pues la
mayor parte de los libros que pueblan mis entrepaños se relacionan con esas disciplinas.
Guiado
entonces, nomás, por el instinto y el internet de aquella época, los periódicos
de papel, supe como cualquier hijo de vecino que un colombiano se había
agenciado el mayor premio literario del mundo. Como aprendiz de lector y
todavía más aprendiz de escritor entendía que allí donde los diarios hicieran
énfasis estaba la posibilidad de hallar un buen escritor, así que un día salí
de casa, como lo hice innumerables ocasiones, rumbo a la avenida Morelos, de
Torreón, zona donde se ubicaban todas nuestras librerías. Este recuerdo es
imborrable. En el local de Librolandia, montado frente al estudio fotográfico
de Julio Sosa, hallé varios libros del premiado. El dinero sólo me alcanzó para
comprar el más delgadito: El coronel no
tiene quien le escriba en la edición de Oveja Negra. Tenía un pegote dorado
en la portada: Premio Nobel 1982.
Lo
leí de una sentada, claro, y me deslumbró. Es un libro que conservo, pese a que
los libros de Oveja Negra terminaban convertidos en un póker, con todas las
hojas zafadas de sus lomos. Por una razón irracional, considero que con ese
libro comenzó la construcción de mi biblioteca. Puede ser que antes hubiera
conseguido algunos pocos títulos, pero el hecho de recordar cómo hallé y cómo
leí El coronel… me mueve a pensar que
ese puñado de páginas son la piedra fundante de una biblioteca que, lo he dicho
muchas veces, me enorgullece sólo por debajo del orgullo que me producen mis
tres hijas.
A
partir de entonces, pues, un libro o una revista o una conversación me llevaban
a otros libros, de manera que pude hacerme de varias obras completas o casi
completas de muchos autores, entre los que se encuentra García Márquez. Sin
apremio, sin ceñirme a ningún plan, lo he recorrido casi completo. En la misma
Librolandia compré luego Cien años de
soledad (edición que muchos años después regalé a mi ex alumno Beto de la
Fuente) y en muchos lugares más sus otros libros. Creo tener dos de sus
primeras ediciones: la de La mala hora
y la de Crónica de una muerte anunciada.
En librerías de viejo he encontrado sus libros recientes, pues ya no solía
comprarlos cuando eran novedades editoriales. Tengo otro recuerdo importante
con un libro de GGM: en la librería del Güero ubicada en un local del mercado
(que en paz descanse) Pancho Villa, encontré Cuando era feliz e indocumentado, crónicas y reportajes de GGM
publicadas en editorial Rotativa, española. Para mí se trata de un libro
modelo, tanto que, entre los títulos periodísticos del colombiano, es el que
más aprecio.
Por
todo esto el 17 de abril escribí un tuit que fue más o menos celebrado: “Ya que
Gabriel García Márquez murió, ignoro
por qué razón su ida me parece extraña. Sospecho que en el fondo yo pensaba que
era inmortal”. Ahora creo entender por qué: él es simbólicamente mi biblioteca
y uno se niega a aceptar que eso, lo verdaderamente bueno, también termina.