Voy a 43 y por eso, como ya comenzaron a revolotear —todavía de lejos, por fortuna— los primeros achaques, sé o imagino lo difícil que es llegar a los 80 y produciendo. En lo personal no me hago de esa edad, y si llego a los 60, lo que seguramente no ocurrirá, me doy por bien vivido. Digo esto de la edad porque uno de los iconos más prominentes de la cultura latinoamericana cumplió ayer, ya lo leímos, ocho décadas de vida. García Márquez ha llegado a sus 80, además, en plena fertilidad, como si hubiera bebido los elíxires que mana la fuente de la eterna producción. Llega a esa friolera y anuncia, en vez del retiro, su segundo tomo de memorias y otros tantos libros, otros tantos emprendimientos periodísticos, otros tantos caminos a seguir.
Sé que la enorme fama que carga sobre sus espaldas lo hacen favorito de miles de lectores y, a la inversa, detestable figurón del jet set mundial. Yo trato, siempre he tratado, de no guiarme por los reflectores de la publicidad, por lo común engañosa, ni por los desprecios que sistemáticamente recibe en la prensa. Lo he leído, pues, a secas, sin más prejuicios que los inevitables, y el resultado de mi convivencia con el hoy octogenario ha sido enriquecedor.
No es mi autor de cabecera, pero ha sido una especie de tío lejano, el señor famoso que, pese a su prestigio abrumador, ha escrito dos o tres libros indispensables ya para la cultura occidental. Lo leí por primera vez en 1982, precisamente en el año en el que obtuvo el Nobel. Esa fecha es la de mi ingreso a la licenciatura y en una a clase de literatura recibimos el encargo de leer El coronel no tiene quien le escriba. Busqué ese título y lo hallé en Librolandia, establecimiento que ocupaba lo que ahora es, sobre la Morelos, la librería Del estudiante. La fea edición colombiana de El coronel… ostentaba un pegote dorado que decía escandalosamente “Premio Nobel 1982”. Deshojado, maltrecho por el uso, conservo ese ejemplar, y creo que es el que más aprecio de todos los libros (¿quince, veinte?) que con el tiempo he acumulado del aracataqueño.
Tras mi diálogo de 25 años con su obra creo estar en condiciones de resaltar sus muchas virtudes; los libros fallidos, que también los tiene, morirán solos, y entonces no tiene caso ni mencionarlos. Los que sí valen, y mucho, son El coronel…, Cien años…, Crónica… y otros, además de aquellos que expresan su trabajo periodístico, de los que destaco Cuando era feliz e indocumentado y Textos costeños. En ellos hay, para acabar pronto, de una manera deslumbrante, una prosa rica y pulcra, elegante, y una imaginación que sabe tocar, como muy pocas, los timbres del humor y del dolor.