Sueños fulminantes de Enrique Lomas
Jaime Muñoz Vargas
La palabra “sueños” en el título de Sueños derramados, primer volumen individual de cuentos publicado por Enrique Lomas Urista, no es sólo parte accidental del título, sino una clave de acceso para ingresar a la mayoría de las historias derramadas en este palmo de papel. En efecto, es un crudo onirismo lo que a mi parecer atraviesa la narrativa de Lomas, como si en su vena creativa circulara la sangre de un surrealismo casi natural en él, nada impostado, millonario en imágenes pasmosas, rico en situaciones anómalas, hermanas de la narrativa que solemos crear cuando dormimos. Pero antes de ingresar a los pasadizos enturbiados de este libro, quisiera aprovechar mi amistad con el autor para dibujar un rápido perfil de sus andanzas.
Enrique Lomas Urista nació en Parral, Chihuahua, hacia 1966, y muy pronto su familia se avecindó en La Laguna. Lo conocí en 1983, cuando ingresó a estudiar comunicación en el Iscytac (hoy La Salle), “universidad” en la que muchos cursamos gato por liebre. Yo iba un año antes que Lomas, pero eso no impidió que, no recuerdo cómo, nos pusiéramos de acuerdo para convencer a un maestro de literatura con el cual deseábamos organizar una especie de taller literario extramuros. Lo logramos sin dificultad, y algún día de agosto del 84, acaudillados por Saúl Rosales, nos reunimos en la casa de Lomas (Galeana, entre Juárez e Hidalgo) para formar lo que poco después bautizaríamos con el cumbianchero nombre de grupo literario independiente Botella al mar.
Asistimos a esa primera reunión quienes luego duraríamos “embotellados” por, al menos, un lustro: Saúl, Gilberto Prado, Enrique y yo. Concurrieron otros, pero pronto dejaron su militancia de aquel corro. Poco después se integró, de una manera fija y muy productiva, el poeta Pablo Arredondo. Saúl, además de dar clases en varias escuelas, coordinaba el suplemento cultural de La Opinión, donde publicamos nuestros primeros tanteos literarios.
De inmediato nos dimos cuenta de que, además de la literatura, había otras afinidades importantes: el gusto por la pachanga etílica, un desdén olímpico y no moralista por las drogas, una admiración perra por las mujeres, cierto humor cerril, una notable precariedad de recur$os y el gusto por la obra de muchos escritores consagrados. No miento ni exagero si afirmo que en las reuniones sabatinas se hablaba menos de letras que de lo demás. Por supuesto, leíamos nuestros borradores, comentábamos libros y chismes literarios, pero era lo otro, la conversación sobre temas ordinarios, lo que salpimentaba cada encuentro. Gilberto, lo he dicho siempre, era (es) el más lúcido y el más ocurrente; Saúl era (es) agudeza, paciencia, consejo generoso, y Lomas era (supongo que todavía lo es, aunque tengo más de diez años sin verlo) el más demoledor. Sus sarcasmos, sus latigazos y su voz atenorada eran temibles, pues todo lo afirmaba con un estilo sentencioso, como pedrada al cráneo.
Nos reunimos como cinco años seguidos, sábado tras sábado, sin excluir las vacaciones. Publicamos un par de libros colectivos, nos separamos sin despedirnos formalmente. Fue una buena época, tan buena que Gloria Murillo estudió al Botella al mar para su tesis de licenciatura en Ciencias Humanas por la UIA Laguna. Lomas se fue a Chihuahua, y allá ha hecho una carrera exitosa como corresponsal del Grupo Reforma.
Hasta allí mis palabras sobre el amigo periodista y escritor. Vuelvo a su libro. Cuarenta piezas configuran este derramamiento de sueños. En ellas creo advertir, sobre todo, las dos virtudes que notamos en los años ya viejones del Botella al mar: su capacidad para hacernos ingresar a mundos enfermizos, esperpénticos, brutales, y el extraño diapasón de su sintaxis. Sobre lo primero, debo decir que en la mayor parte de estos sueños la trama es tenue y en algunos casos tan pequeña que el relato presenta a los personajes, o al personaje, en una situación determinada y por lo general adversa. Lomas escoge en muchos casos sólo el punto climático, el orgasmo de la historia que desea contarnos. No hay antecedentes, no hay enlaces causa-efecto, sino que tal o cual sujeto, cuando ingresamos a la historia, ya está en el punto culminante de la narración, frente a su pútrido apagamiento. De ahí que los cuentos sean como marrazos, como estocadas, como rayos fulminantes que en un par de páginas empiezan, se desarrollan y concluyen para dejarnos en el corazón el sabor acre de la desdicha, el fantasma de la desgracia. Lomas, en este sentido, es un detector de seres acuchillados por el desamparo, y aunque en algún momento las historias parezcan derivar en el humor, la verdad es que siempre se encuentran atornilladas al horror más pesadillesco que arrastrarse pueda en el reino de este mundo. Tanto es así que, abatidos por la jodidencia, cercados por la mugre, hundidos por la ojetez de sus malditas vidas, los personajes deambulan muy cerca del delirio: son caprichos goyescos, son muecas de Bacon, son permanentes gritos de Munch dibujados en la jeta pero nacidos en el alma apaleada sin piedad por la tristeza.
El otro rasgo que destaco, de carácter más bien formal, es el siempre rarísimo estilo literario del Lomas narrador. Preciso esto porque, obviamente, como periodista debe renunciar a los recursos visibles en sus ficciones, lo cual no deja de asombrarme, pues en los hechos es un caset muy diferente el que debe de insertar en su sensibilidad para trabajar ora en periodismo, ora en literatura. En este caso, en el de la literatura, Lomas me recuerda a los escritores de vanguardia, acuñadores de frases en las que el deslumbramiento se generaba a partir de conjunciones verbales inusitadas, muchas de ellas con olor a peligroso estreno. Pienso en los surrealistas, en los creacionistas, en los ultraístas, en nuestros estridentistas, quienes, como Lomas hoy, ayuntaban un sustantivo cualquiera a un adjetivo insólito, quienes usaban un verbo sorprendente para describir una acción convencional, quienes sacaban siempre de su habitual covacha a las palabras para llevarlas de paseo al mundo de lo nuevo. Doy ejemplos. “Pero se le ampollaron los pies y el alma de tanto andar sobre la adversidad” (“Un reino de otro mundo”), donde el verbo ampollar sale de su contexto físico habitual para ejercer también su acción sobre el espíritu del personaje. “Yo quiero encerrarlo en su cajón, untarlo a la tierra, para que se ahogue entre la muerte misma” (“El castillo de Elisa”), donde el verbo untar viola su sentido corriente y sirve para darle al muerto viscosa consistencia. “Los hombres se fueron al trote, desplegando el terror sobre las calles manchadas de pobreza y tristeza” (“Los juegos del gigante”), donde las calles no se manchan de aceite o fango, sino de algo peor: de pobreza y de pesar. Eso en cuanto al uso enriquecedor de los verbos. Y en adjetivación Lomas camina por una brecha parecida: “La luna quebró la habitación. El viento sopló, generoso y seco, para mover las persianas lisiadas del hotel” (“La noche de los tejados bronceados”), donde además del verbo inusitado quebrar, las persianas, en vez de desvencijadas o sucias o algo así, aparecen lisiadas. “Enfundado en su cómoda impunidad, el Patriarca avanzará con pasos soberanos sobre la casa en la que ha pasado sus mejores navidades” (“El patriarca”), donde la impunidad es asombrosamente bien adjetivada, y no menos los pasos del personaje.
Así, Sueños derramados ofrece una galería de personajes, situaciones y hallazgos verbales que lo hacen un libro meritorio, estimable. Sus cuentos tienen además una extraña pátina de densidad cuasifilosófica, como si en lugar de seres reales presentara los arquetipos más aporreados del bajo mundo. Celebro, por todo, el regreso a Torreón de Enrique Lomas. Su libro es un excelente pretexto para reencontrarnos con su miscelánea baraja de talentos.
Sueños derramados, Enrique Lomas (prólogo de Elko Omar Vázquez Erosa) Lito voz, Chihuahua, 2006, 127 pp. Reseña leída en la presentación de Sueños derramados celebrada en la Pinacoteca del Museo-Casa del Cerro de Torreón, Coahuila, el 2 de marzo de 2007.