El jueves 22 en la noche recordé que el 23 de marzo de hace trece años mataron a Colosio. No sé si revisé bien La Opinión, pero creo que ayer sólo dos espacios le dedicaron un puñado de palabras. López Dóriga y Cortés Camarillo, curiosamente dos hombres hechos en la televisión, escribieron sendas columnas sobre la efemérides luctuosa. Nuevamente, como me ocurre año tras año desde aquel 94 de pavorosa memoria, reitero en mí que en nuestro país la procuración de justicia, el esclarecimiento de los crímenes (grandes o chicos), es una entelequia a la que nos hemos acostumbrado como quien se acostumbra a unos lentes o a unos kilitos de más, si meter mucho las manos, sin hacer tangos llorones.
Recuerdo la coyuntura de ese mes, de ese año, con muy pasable fidelidad. Las circunstancias que rodearon al candidato del PRI, el surgimiento del EZLN, los movimientos de Camacho Solís, los pasos de Salinas y la ebullición de una olla electoral infecta por la violencia fueron recontados ayer por López Dóriga en este diario, y Cortés Camarillo llegó a una conclusión que sintetiza lo que siempre he creído y él expresa con transparencia: “Si a partir de los temblores de 1985 los mexicanos descubrimos que podíamos mandarnos solos, a partir del 24 de marzo de 1994 nos dimos cuenta que el verdadero poder es la incertidumbre”.
En efecto, el caso Colosio es el parteaguas en el que se fortaleció la negra noche de la incertidumbre en la que habitamos. Si de aquel magnicidio no tenemos una sola certeza verdaderamente confiable (ya no hay escena del crimen, no se sabe si el Aburto entambado es el Aburto que a su vez fue el dizque asesino solitario, “ignoramos” quién fue el autor intelectual, etcétera), lo que vino después no está a la zaga: todo lo que de gravedad ocurre en México se queda en el limbo de “las líneas de investigaciones” y los “fiscales especiales”, todo se enmaraña a tal grado que los delitos se extravían en eternos laberintos explicativos, nunca hay culpables y cuando los hay huelen demasiado a chivos expiatorios. Si revisamos a salto de mata algunos casos, veremos que la impartición de justicia en el Estado mexicano no opera con los ojos vendados y una balanza, sino con la clara intención de borrar, de distraer, de enredar.
Allí están, nomás como sumario apurado de crímenes sin solución posible, el magnicidio contra Colosio, el atentado contra Ruiz Massieu, la muerte del cardenal Posadas y, más cerca, el autoatentado de Murat, la pillería de Mario Marín, las elecciones del 2 de julio y un largo etcétera. En el principio fue Colosio, pero ya nos habituamos, de tanto convivir con ella, a la incertidumbre.