Sólo yo sé, y basta con eso, que desde hace muchos años
vuelvo cada tanto a la obra y a la vida, en este orden, de Ramón López Velarde.
No hace mucho, en 2021, me sumé al centenario de su muerte con un apunte del
tipo que aquí mismo vamos leyendo, y hoy reincido con impulso análogo: no como
especialista, obvio, sino como mero admirador del poeta nacido en Jerez,
Zacatecas, hacia 1888. Digo pues que vuelvo a López Velarde pero esto no es
verdad: más bien, él, su pegajosa obra, vuelve a mí, me reencuentra cuando veo
unos “ojos inusitados”, cuando siento que algo tiene “el aroma del estreno” o cuando
pienso en mi “costumbre heroicamente insana de hablar solo”. En otras palabras,
esas frases y muchas más me reaparecen quizá por su misteriosa perfección,
quizá por no sé qué.
Y como la resonancia de esas palabras se reitera con
terquedad de ola dentro de mi cabeza, no es infrecuente que lea o relea algo de
o sobre el poeta. Es el caso de El
fantasma de la prima Águeda (El Colegio Nacional, Colección Opúsculos,
México, 2018, 103 pp.), de Vicente Quirarte, él sí especialista en materias
lopezvelardenas. Fue este título, claro, uno de los varios que aparecieron como
prámbulo a la recordación del mencionado centenario que, dada la pandemia, se
desarrolló en su mayor parte mediante conferencias y mesas redondas por la vía
virtual. Por cierto, una de aquellas conferencias (disponible en el archivo de
YouTube) es la que el mismo Quirarte ofreció con el título homónimo del libro
que aquí me ocupa.
El fantasma de la prima Águeda contiene cinco ensayos, uno de ellos el que sirve de base, insisto, a la
conferencia recién mencionada. Los otros son “Poeta en la Rotonda”, donde
Quirarte reconstruye el shock que
provocó la muerte sorpresiva, a sus breves 33 años, del autor de Zozobra. Entre otros comentarios, el
ensayista recuerda, un poco en clave de crónica, el viaje a Jerez para ver
aparecer la llegada, el 15 de junio de 1988, del centenario de quien sería luego
bautizado como Ramón Modesto López Velarde Berumen; aquella noche, entre mezcal
y mezcal, resistieron pacientemente, escribe Quirarte, “las horas que mediaban
hasta la una de la mañana en que se echaron a vuelo las campanas de todos los templos
para celebrar la llegada al mundo de un poeta que sólo nace cada siglo”.
El segundo ensayo, titulado “Esbozos para un retrato”,
apela a la imaginación para construir, en estampas cortas, diferentes momentos
en la vida del poeta, su nacimiento, sus caminatas por la ciudad de México, su
diálogo con los jóvenes poetas Novo y Villaurrutia, el luto de su “viuda”
Margarita Quijano. Luego, en “El fantasma de la prima Águeda” subraya la
importancia de tal poema como santo y seña para ingresar al mundo de López
Velarde, a su relación de cercanía-distancia con las mujeres, a su incandescente
celibato.
Los últimos dos ensayos son “El poeta en la prosa” y “Una
mitología llamada Ramón López Velarde”; el primero, imagina al jerezano metido
en una reflexión sobre la prosa parca, contenida y, a decir de algunos,
perfecta de Torri. El segundo y final trabaja sobre la curiosidad, que con el
paso de las décadas devino mitología, que ha despertado la biografía de López
Velarde.
El fantasma de la prima Águeda se suma pues a los muchos libros de aproximación a un sujeto y a una obra tan entrañables como incitantes.