Borges defendía la validez del cuento policial en función
no tanto del contenido sino, principalmente, de la forma. Decía más o menos que
en un mundo literario, el contemporáneo, éste en el cual vivimos, que se
caracterizaba por el caos, una creación narrativa que respeta el principio, el
medio y el fin es una especie de llamado al orden. Subrayó, en la misma
orientación, que “el cuento debe constar de dos argumentos; uno falso, que
vagamente se indica, y otro, el auténtico, que se mantendrá secreto hasta el
fin”.
Esto, luego suscrito por Piglia con la noción de “los dos
hilos”, puede ser una forma algo mecánica de acometer un cuento, más si el
lector está previendo que la historia va por un lado cuando en realidad va por
otro. Sí, el postulado del argumento bicéfalo puede mecanizar demasiado, pero
no tengo duda de que empleado con pericia puede resultar muy grato.
En el cuento “Una cuestión de química,
digamos” (sólo publicado en internet), de Roberto Bardini, se cumple a plenitud
el flujo paralelo de las dos historias. Por un lado, el gordo dice haber
investigado bien a quien ha elegido como colaborador, y el colaborador no da
señas de estar en desacuerdo. El gordo es un vulgar delincuente, pero se las da
de fino. Su nuevo secuaz narra en primera persona y piensa con escepticismo en
quien lo ha contratado para mover plata robada a Panamá, un paraíso fiscal.
Tenemos aquí, ya bien trazado, el hilo A de la narración.
Lo
que no sabe el gordo es que, de inmediato, Marlogüe, el personaje-narrador, ha
puesto en marcha un plan que constituye el hilo B del relato. El hilo A planteó
que el gordo lo llevará al aeropuerto con el fin de que deposite varios kilos
de euros en diferentes bancos: “su comisión será… digamos… de alrededor de
medio kilo [de euros], además de viáticos y todos los gastos de alojamiento en
hoteles de cinco estrellas”.
En
el camino, sin embargo, asistimos como lectores a un hecho raro: están siendo
perseguidos. La historia B entra en escena ("yo tenía mejores planes") sin que lo sospechemos hasta
derramarse en un desenlace que notamos lógico no sólo porque es lógico, sino
porque el mismo protagonista concluye que tal final era inevitable dada la torpeza
y la pesadez (no sólo física) del gordo.
Como no sé si esté a la mano en otro lado, asiento aquí mismo el cuento de Bardini:
Una cuestión de química, digamos
Roberto Bardini
—Lo
he investigado minuciosamente y usted es el hombre indicado, amigo Marlogüe
—fanfarroneó el gordo—. Y espero que este primer trabajo que voy a encargarle
sea el inicio de una… digamos… fructífera relación de conveniencia recíproca.
El
gordo estaba sentado frente a mi destartalado escritorio e intentaba imitar los
modales y el lenguaje de los hombres de negocios. Vestía un traje de 600
dólares, la corbata era de seda y el anillo tenía casi el mismo tamaño que un
escudo medieval; sólo el reloj costaba el equivalente a lo que yo pago durante
doce meses por el alquiler de mi oficina en el barrio de Balvanera. Pero a
pesar del decorado y la utilería que llevaba encima, el tipo era más ordinario
que un diente de madera.
—El
trabajo es sencillo —continuó—. Una vez por mes deberá viajar en un avión
privado a un país centroamericano o caribeño y llevar un maletín con cinco o
seis kilos de euros. Los depositará cada vez en un banco diferente, que le
indicaré en su momento, y su comisión será… digamos… de alrededor de medio
kilo, además de viáticos y todos los gastos de alojamiento en hoteles de cinco
estrellas.
Me
dijo que dentro de tres días él mismo me llevaría al aeropuerto. Mi avión
saldría a la una de la mañana con destino a Panamá. Allí tomaría otro vuelo
rumbo a Belice.
—Confío
en usted —agregó—. Es una cuestión de química, digamos.
Me
entregó dos mil dólares como adelanto de viáticos y se fue.
Abrí la última gaveta de mi escritorio, saqué la botella de whisky y me zampé un trago doble. Miré el techo a punto de caerse, las paredes descascaradas, la alfombra raída y planifiqué muy bien mi próxima faena. Cuando estuve seguro de lo que tenía que hacer, llamé por teléfono a mi amiga Candela. Le dije que a la noche no fuera al puticlub donde trabajaba porque yo tenía mejores planes.
*
* *
Tres
días después, el gordo me llevaba al aeropuerto en su Audi R8. En la autopista
fanfarroneó que era el mismo modelo que usaba Leo Fariña.
—Pero
digamos que espero no terminar como él —comentó.
“No”,
pensé. “Digamos que vas a terminar peor”.
Cuando
faltaban pocos kilómetros para llegar, me di vuelta y miré hacia atrás.
—Nos
siguen —le informé—. Hay un coche que viene detrás de nosotros desde la primera
caseta de peaje.
Observó
por el espejo retrovisor.
—¿Le
pidió a alguien que nos custodiara? —pregunté.
—No…
—balbuceó.
—Bien
—dije y desenfundé mi pistola Glock 19 modelo Compact—. En cuanto pueda, salga
de la autopista, estacione entre los árboles y apague las luces.
En
cuanto pudo, tomó un camino lateral, zigzagueó en un sendero de tierra, se
detuvo entre unos arbustos y apagó las luces. Pocos minutos después vimos los
faros de un automóvil que se desplazaba a baja velocidad por el sendero
buscándonos en la oscuridad.
Bajé
y tomé posición de tiro parapetado en la parte delantera del coche. Cuando el
otro vehículo estuvo a menos de diez metros, disparé seis veces.
Sin
moverme de mi posición, observé a través del parabrisas destrozado del Audi. La
cabeza del gordo parecía una cacerola llena de hamburguesas crudas.
Se
fue de este mundo apaciblemente, sin siquiera enterarse que se iba. No hubo
sorpresa ni dolor en su partida. Traté de ser considerado con él, pero no podía
darle oportunidad de que cualquier día se transformara en un “arrepentido” y
comenzara a deambular por los canales de televisión hablando de más en
programas farandulescos. En mi profesión, hay que ser discreto.
No
merecía tanta consideración, sin embargo. Según él, me había investigado
minuciosamente. Tendría que haberse enterado que detesto viajar en avión, que
no tolero ni el clima, ni la comida, ni la gente de los países centroamericanos
o caribeños y que nunca me alojo en hoteles de cinco estrellas. Además, los que
me conocen saben que no soporto a los fanfarrones. Cuestión de química,
digamos.
Guardé
la pistola, saqué el maletín con los cinco o seis kilos de euros y caminé hacia
los faros del coche que nos había seguido. Abrí la puerta del acompañante y
subí.
—¿Cómo
salimos de aquí? —preguntó Candela.
—No tengo la más pálida idea, pero no te preocupes —dije y le di unos golpecitos al maletín—. A partir de ahora tenemos toda la vida para encontrar una salida.