Hay
cuentos que además de ser cuentos, es decir, en los que además de darse la
circularidad propia del género (Cortázar asimilaba este género a una esfera),
encuentran otros recursos para sostener su eficacia. Uno de ellos es “La
ley de Herodes” (publicado en el libro homónimo de 1967) de Jorge
Ibargüengoitia, historia atravesada enteramente por la ironía. Da la impresión
de ser fácil, pero no lo es, pues el humor corre el riesgo de ser fallido si se
excede en su recurrencia o si el autor no tiene el “toque” justo para
administrarlo.
“La
ley de Herodes” es tal vez el cuento más conocido del guanajuatense. Esto quizá se
debe al hecho de que el autor decidió bautizar su libro de narrativa breve más
famoso con tal título, además de que en México bien sabemos el mensaje
trágico-jocoso que encierra dicha expresión: “Así es la ley de Herodes —solemos
decir, o solíamos—: o te chingas o te jodes”, usada cuando, obligados por
cualquier circunstancia, hacemos algo cuyo resultado será indefectiblemente
negativo.
Así,
en el cuento, nuestro protagonista se enfrenta a la ley de Herodes mexicana: si
hace lo que le indican, se chinga (pues lo sobajan en el examen médico); si no,
se jode (pues pierde la beca a la que aspira). No tiene pues escapatoria, ha
sido acorralado por la realidad, y esto acaso se deba al hecho de no actuar con
sinceridad ideológica. Un rábano,
parece decir Ibergüengoitia a su risueño modo, merece cualquier vejamen si no
abraza en serio sus ideales. Veamos el cuento, que tiene un arranque muy
cuentístico: “Sarita me saco del fango, porque antes de conocerla el porvenir
de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me
hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es
la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a
Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su
indiscreción”.
En
la frase final del párrafo se agazapa la expectativa del lector: ¿cuál es esa
indiscreción? Para conocerla debemos recorrer toda la historia. Muy pronto
notamos la contradicción del personaje; él mismo afirma ser un converso del
socialismo y muy poco después nos hace saber que solicitó, e igual hizo su
amiga Sarita, una beca norteamericana. Eso en sí mismo (durante los sesenta)
era ya una muestra de debilidad ideológica. Entre otros trámites, ambos deben someterse
a un examen médico riguroso al que deben acudir con una muestra de orina y
excremento. Para el narrador esa es en sí misma una humillación, pero admite
llevar sus excrecencias en los frascos adecuados. La enfermera exhibe las muestras
delante de los dos, y la humillación aumenta, pero nada es más grave que lo que
pasará cuando nuestro personaje pase a ser revisado por el doctor Philbrick,
quien luego de aplicarle un cuestionario le pide que se desvista y se empine
para palparle el ano en busca de “úlceras en el recto”. La imagen es
desoladora, y pone a prueba la voluntad del aspirante a becario frente al abuso
del yanqui. Al final recordaremos el principio del relato, como suele pasar en
muchos cuentos: la indiscreción de Sarita pulverizará, no sin una ironía final,
la dignidad del protagonista, un falso rojo.