La arquitectura del cuento clásico no es la única que es
posible elegir a la hora de emprender la hechura de un relato breve; es viable
tomar un camino más laxo aunque sin diluir totalmente el argumento que apunta
hacia el destello final. Pienso por ejemplo en “Me basta” (Mariana Constrictor, 2011), de Guillermo Fadanelli, historia en la
que al parecer nos apartamos de la narración con un planteo dual (historia A e
historia B), pero, así sea de manera tenue, sin romper del todo con la estructura
paralela.
A primera vista, “Me basta” da la impresión de ser un cuento
como muchos otros de Fadanelli: desenfadado, distendido, una especie de recorte
de la realidad. Su prosa y el ambiente al que se refiere apuntalan el guiño relajado:
los personajes son jóvenes y lo que se cuenta no quiere, en apariencia,
orillarnos hacia una sorpresa final. Sin embargo, la logra de manera sutil,
pues el cuento se apaga y nos deja con la sensación de que, en efecto,
asistimos a una sorpresa.
El personaje, como es frecuente en la narrativa actual,
cuenta en primera persona una andanza cualquiera. En este caso, recuerda cómo
conoció a una chica, Siena. Él se encontraba en una fiesta casera y al
necesitar un baño ve que el de abajo está ocupado. Se anima entonces, sin
permiso, a subir unas escaleras, localiza el otro baño y abre la puerta; lo que
encuentra es a Siena metida en una bañera con unos audífonos puestos. Queda
petrificado. Lejos de asustarse, la joven comienza a dialogar con él (“¿Vienes a drogarte o eres un
pervertido?”) y le pregunta si
tiene cocaína. Luego de que él le deja una grapa al lado de la bañera, sale del
baño y poco después desaparece de la fiesta con una novedad: la imagen de Siena
tatuada en el cerebro.
Nos enteramos luego de que el tipo es escritor, que vive
solo y es un tanto bobo al menos para lidiar con chicas. El recuerdo de Siena
en la bañera no se le desvanece y ocurre que en un anuncio de publicidad ve su
foto en la calle. Luego acontece un hecho maravilloso: ella aparece en su
departamento, y lleva un perro, Severino. Dialogan, ella le explica cómo dio
con la dirección y le pide la bañera y una dosis droga. A partir de allí comienzan
con una relación extraña: él se declara su esclavo y ella toma al pie de la
letra la dependencia: “Puedes acompañarme dos veces por mes al cine, a una reunión o a donde
sea, pero la condición es que no te atrevas a hablar conmigo, serás como
Severino, ¿te parece, señor escritor? Sólo responderás a mis preguntas y si un
día tomas libertades de más o rompes las reglas nunca volveré a bañarme en tu tina”.
El relato parece ser eso nomás, la
estampa de un tipo dependiente de una joven, ambos unidos por un lazo que
equivale a nada, pues ni sexo hay, ni siquiera un pinchurriento besito.
Sin embargo, la sorpresa llega junto al cierre: “A veces, Siena me permite acompañarla cuando sale a divertirse con sus amigos, pero debo mantenerme en una mesa apartada y no intervenir a menos que ella lo demande. Sólo cuando vamos al cine me deja permanecer a su lado y entonces soy tremendamente dichoso”. Luego, en el remate, suelta una frase en la que quedan plasmadas sus modestísimas aspiraciones.