El
fenómeno conocido en el futbol mexicano como “campeonitis” tiene ese nombre de
burlona enfermedad porque en efecto los campeones suelen padecer una suerte de
caída estrepitosa. Luego de triunfar, luego de hacerse de la copa, comienzan la
siguiente temporada como sonámbulos, como víctimas de una especie de resaca
después de la borrachera festiva. Ni siquiera es necesario el paso de mucho
tiempo entre la consecución del campeonato y los primeros traspiés de la
siguiente temporada: un mes o un mes y medio después, el monarca de una
temporada es casi (o sin casi) el hazmerreír en la siguiente, y eso es un
misterio que ninguna ciencia ha podido resolver.
El
caso más fresco de campeonitis —y aguda— es el de Santos Laguna. Aunque aterrizó
un poco de milagro en la liguilla, todos vimos cómo cerró la temporada
anterior: llegó en octavo, o sea en último, y poco a poco fue mejorando su
desempeño dentro de la cancha. Pasó encima de todos sus rivales, y dio dos
partidos en los que sin duda pareció una máquina destructiva: el que ganó a
Guadalajara en el Omnilife (donde el Avión Calderón anotó un golazo de larga
distancia) y el de ida en la final contra Querétaro, aquel partido de ensueño
para el Chuletita Orozco. Por una razón extraña, Santos fue un buen equipo en
el cierre de la temporada anterior y eso le bastó para conseguir una estrella
más para su escudo.
Luego
del festejo, del sorpresivo festejo, pues nadie daba nada por Santos Laguna al
inicio de la liguilla, vino el descanso y la Copa América en Chile. En México
los equipos se rearmaron y como siempre hirvieron las especulaciones. Tigres
hizo una contratación brutal, América trajo a Ambriz, Cruz Azul en el mismo
blablablá de siempre, Monterrey estaba a punto de inaugurar su nuevo estadio, y
así todos los equipos. Santos no tuvo contrataciones de tronido y todo parecía
marchar bien con la continuidad de Pedro Caixinha en el timón. El torneo
comenzó y el equipo de La Laguna tuvo su primer tropiezo contra León. Luego dos
derrotas más, un triunfo apretado contra Gallos Blancos y en la quinta jornada
la debacle contra el América que marcó tres derrotas seguidas en casa y la
salida un tanto intempestiva, por razones que jamás quedaron muy claras, del portugués
Caixinha. La llegada de Pako Ayestarán, hace tres fechas, no ha significado un
vuelco en la pésima racha del campeón, racha que impresiona más si vemos el
récord de Santos en casa: cinco derrotas consecutivas, para la historia.
La
pregunta que cabe en esta circunstancia, más allá de la coyuntura santista, es
la siguiente: ¿por qué los campeones en México suelen comenzar mediocremente, y
a veces hasta menos que eso, el torneo siguiente? Es decir, por qué se da la
campeonitis que hoy es, en el Santos Laguna, más que evidente. Tengo tres respuestas,
pero no creo que deben verse aisladamente, sino combinadas: la campeonitis es
un coctel de factores en los que de seguro pesa todo esto en diferentes grados:
Los campeones siempre piden más. Sospecho que
tras quedar campeones, los jugadores de cualquier equipo se autocotizan más
alto. Puede ser que tengan ya un ingreso firmado, y ganen lo ya establecido,
pero en la mentalidad gravita el triunfo como algo que los pone, al menos
ilusoriamente, por encima del sueldo ya determinado. En otras palabras, un jugador
que es campeón y gana lo mismo no se siente conforme aunque ya tenga un buen
sueldo, mucho menos uno que es campeón y debe renovar contrato, lo que muchas
veces fuerza su salida. Esto incluye a los entrenadores.
La relajación luego del éxito. Este segundo
factor es común luego de los grandes esfuerzos (ganar un campeonato demanda
esos grandes esfuerzos) y la obtención de logros. Viene un rebote de distensión
que abre las puertas a la vulnerabilidad.
El rival hace lo suyo. Puede ser un
factor menor, pero importa. Los equipos rivales le juegan con mayor intensidad
al campeón, lo desafían de otra manera y con frecuencia lo humillan.
Sean
o no sean estas las razones de la campeonitis, es obvio que alguna debe haber.
De otra manera cómo explicar el desastre de ver a ciertos equipos en la gloria
y unas semanas después, como si fuera normal, haciendo el papelón.