miércoles, marzo 04, 2015

El neologismo papal y las goteras














Estaré publicando en Miradas al Sur, semanario político y cultural de Buenos Aires. El texto que viene es la entrada del que publiqué el domingo pasado. Completo está en la página del semanario y aquí, en este blog.

Como casa vapuleada por las lluvias y ya debilitada de su techo, la imagen actual del gobierno mexicano ha comenzado a sufrir filtraciones por todos lados, de ahí que el canciller José Antonio Meade Kuribreña ande de aquí para allá con los baldes, ahora permanentemente dedicado al control de daños, afanoso de que no se moje la alfombra tricolor. Son pues tiempos difíciles para el gobierno mexicano, y aunque en general el país de la bandera con el águila y la serpiente sobre el nopal no interese mucho en el exterior, algo va sabiéndose dentro y fuera, algo, poco a poco, llega a (y de) los periódicos del exterior y eso propicia comentarios, opiniones, juicios, conjeturas sobre un régimen en crisis y con goteras críticas provenientes de donde menos se les espera.
Hace algunas semanas, en noviembre apenas, un famoso personaje del Río de la Plata abrió una grieta importante. Debido a la resonancia mundial del caso Ayotzinapa y los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, Pepe Mujica declaró a Foreing Affairs Latinoamérica que la situación de México le parecía “terrible”, y agregó que a la distancia nuestro país le da la impresión de que es “una especie de Estado fallido, que los poderes públicos están perdidos totalmente de control, están carcomidos”. Ese puñadito de palabras bastó para que la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) moviera sus engranes con el fin de motivar una “rectificación”. Y la consiguió. Muy poco después, el mandatario uruguayo “precisó”: “Las crudas noticias que nos llegan sobre las consecuencias del narcotráfico en países como Guatemala, Honduras y ahora México, nos gritan una verdadera lección de dolor (…) no son, ni serán, estas naciones, estados inocuos o fallidos”. Curiosamente, por esos mismos días, casi por esas mismas horas (el 24 de noviembre de 2014), Le Monde colocó una foto grande en su página principal, y encima de ella una frase elocuente: “La revuelta de los mexicanos contra el ‘estado mafioso’”. Una simple coincidencia.
La percepción comienza a ser generalizada: en México pasa algo grave. El narcotráfico, la violencia y la corrupción política, todo en la misma ensaladera, está armando una turbulencia imprevisible, un caos que los voceros del gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto están tratando de contener dentro y fuera del país con boletines de prensa más que con acciones que en efecto desactiven los problemas y frenen las declaraciones incómodas, sobre todo las que caen como granadas desde el exterior.

Días de tormenta
Los días que van del 22 al 25 de febrero fueron particularmente complicados para el gobierno mexicano. Fue como si tirios y troyanos se hubieran puesto de acuerdo para lancetear un mismo objetivo. Por esos días, el ex presidente Fox, quien pese a sus evidentes limitaciones jamás se distinguió por la continencia verbal, dijo en Hermosillo, Sonora, al norte de México, que “Al presidente Peña ya nos lo pusieron en jaque, solo le falta el jaque mate, que esperemos no llegue, pero francamente va a estar cañón [difícil] que este gobierno se recupere de la tranquiza [golpiza] de los últimos seis meses, que es desafortunada para el país”. Este triste diagnóstico quedó en casa, fue de autoconsumo, y el aparato gubernamental no movió piezas para desautorizarlo, casi como si confiara en que Vicente Fox se desautoriza por sí solo.
No ocurrió lo mismo con Alejandro González Iñárritu, el director de cine mexicano que el domingo 22 de febrero ganó el Oscar como mejor director. Aunque no se ha caracterizado por una combatividad política insistente, el Negro, como le apodan, aprovechó el foro mundial que abren los premios de Hollywood para hacer una declaración de alfombra roja, en vivo y en cadena mundial: “Ruego para que podamos encontrar y tener el gobierno que nos merecemos (…) la generación que está viviendo en este país pueda ser tratada con el mismo respeto y dignidad que la gente que llegó antes y ayudó a construir este país de inmigrantes”.
Este breve speech ameritó inmediato control retórico de daños. El presidente Peña Nieto, en su cuenta de Twitter, le escribió como sin acusar el efecto del cross a su mandíbula: “trabajo, entrega y talento. ¡Felicidades! México lo celebra junto contigo”. Pero no fue suficiente: como al fin se trataba de un mexicano regando la sopa en el extranjero, la “precisión” plena de gerundios llegó esta vez del Partido Revolucionario Institucional (PRI, donde milita Peña Nieto): “Coincidiendo en el orgullo mexicano, es un hecho que más que merecerlo estamos construyendo un mejor gobierno. Felicidades #GonzálezIñárritu”.
Para el lunes 23 la gotera abierta durante la noche de los Oscares parecía bajo control, pero una nota cundió, primero, en las redes sociales, y después en todos los medios: en un intercambio epistolar y por lo tanto privado pero que se hizo público, el Papa había escrito que debido al avance del narcotráfico temía la “mexicanización” de Argentina. Esa palabra, ese neologismo creado por Jorge Luis Bergoglio bastó para agitar opiniones en México y para, otra vez, movilizar los baldes de la SRE: era necesario evitar que la tremenda gotera llegara a la alfombra, pues además el Pontífice había rematado, de volea y contundente, como si fuera centro delantero del San Lorenzo, esto: “Estuve hablando con algunos obispos mexicanos y la cosa es de terror”. En una primera respuesta, la SRE manifestó, mediante el canciller Meade, “tristeza y preocupación respecto de los comunicados que se hicieran de una carta privada del papa Francisco (…) México ha hecho enormes esfuerzos, ha manifestado un gran compromiso, ha señalado la necesidad que respecto a este tema se dé un diálogo amplio (…) nos parece que más que estigmatizar a México o cualquier otra región de los países latinoamericanos, lo que debiera hacerse es buscar mejores enfoques, mejores espacios de diálogo”.
Por su parte, del Vaticano salieron estas declaraciones conciliatorias: “La Santa Sede considera que el término ‘mexicanización’ de ninguna manera tendría una intención estigmatizante hacia el pueblo de México y, menos aún, podría considerarse una opinión política en detrimento de una nación que viene realizando un esfuerzo serio por erradicar la violencia (…) en ningún momento ha pretendido herir los sentimientos del pueblo mexicano”.
Claro que se trata de una respuesta diplomática más o menos previsible, pero en México fue quizá mejor recibido el neologismo papal que el comunicado de la Santa Sede.

Arrecia la granizada
El martes 24 comenzaron las repercusiones en la opinocracia mexicana. Uno de los primeros en comentar con cierta amplitud las palabras papales fue el columnista Julio Hernández López, del periódico La Jornada. El periodista hizo un breve recuento de las condiciones epistolares en las que se dio la declaración de Francisco, para luego considerar que el Papa no programó viaje a México y sí a EU y algunos países de Sudamérica; luego recordó que el nuncio había estado en Ayotzinapa para decir a los familiares de los estudiantes que “Francisco está con ellos”. O sea, algunos signos de solidaridad, así sea tenues, del clero con afectados por la violencia en México.
En su columna Campos Eliseos del martes (El Universal, uno de los diarios más influyentes del país), Katia D’Artigues observó un detalle peculiar expresado también con peculiar sintaxis: “Lo que sí ahora entiendo yo es cómo se sentían los colombianos hace unos años cuando aquí en México se hablaba del peligro de la ‘colombianización’ de México”. Ciertamente en los noventa, durante el gobierno de Ernesto Zedillo, en México se temía a la “colombianización” —que así era planteada—, de manera que esto de los neologismos con gentilicio no suena del todo nuevo en suelo azteca.
En su editorial del miércoles 25, La Jornada resume la actuación reciente del servicio exterior mexicano en relación a sus dificultades para contener la granizada: “En estos meses la cancillería mexicana ha debido procesar, entre otras, observaciones críticas del presidente saliente de Uruguay, José Mujica; el de Bolivia, Evo Morales, y el de Estados Unidos, Barack Obama; de legisladores del Parlamento Europeo; del Comité de la ONU contra la Desaparición Forzada (CED); de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y de organismos independientes como Amnistía Internacional”, en suma, mucho laburo, como dicen los argentinos, para evitar que el techo —la imagen— del gobierno mexicano en el extranjero se venga a tierra.
Por su parte, hasta Joaquín López-Dóriga, conductor del noticiero televisivo más visto del país (del archipresidencialista grupo Televisa), señaló en su columna de Milenio que hay sutiles diferencias entre Francisco y el gobierno mexicano. Lo planteó en estos términos: “El mensaje pegó en el casco del gobierno de México, donde había pegado el misil anterior, nuclear, del anuncio de que no vendría a México este año ni el próximo, cuando en el encuentro del 7 de junio del año pasado, en la biblioteca del Palacio Pontificio del Vaticano, el papa Francisco dijo al presidente Peña Nieto que sí, y le autorizó anunciarlo en público como lo hizo. El aplazamiento indefinido de esa visita ha provocado algo que va más allá del malestar en Los Pinos y en la Cancillería, donde hay quienes lo toman como un pontificio desaire”. Los Pinos es la residencia oficial del Ejecutivo mexicano.
Jenaro Villamil, reportero y articulista de la revista Proceso y del portal Homozapping, entró así al tema: “Que se calle el Papa, que se calle Obama, que se calle Clinton, que enmudezca González Iñárritu, que dejen de indagar los reporteros extranjeros, que se vayan los forenses argentinos, que la ONU deje de juzgar y que dejen en paz a este gran gobierno que ha decidido responder ‘golpe por golpe’ la ola de críticas y animadversión que genera su actitud ante cada expediente conflictivo. Esta parece ser ‘la línea’ de Los Pinos. No lo dicen así, por supuesto, pero las respuestas y las correcciones tienen el tufo regañón de quien no sabe cómo salir de una para entrar a otra crisis”.
En suma, la carta de Francisco agitó el avispero de la opinión pública mexicana, y si bien es cierto que muchos mexicanos rechazaron el parecer del máximo representante del clero católico, otros tantos, acaso resignados, vieron que el Pontífice había atinado, gracias a la información de los obispos emplazados en México, que ciertamente en el país de la virgen de Guadalupe la cosa está “de terror”.
En su artículo del viernes 27 de febrero (publicado en Milenio Laguna), el historiador Sergio Antonio Corona Páez ha resumido bien todo este asunto: “En días pasados, diversas organizaciones no gubernamentales de carácter internacional han denunciado a nuestro país como una nación con una crisis humanitaria. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU y Human Rights Watch así lo han hecho. Diputados del Parlamento Europeo han llegado a la misma conclusión.  Incluso el papa Francisco, enterado por los informes de los obispos mexicanos, menciona un hipotético e indeseable proceso de ‘mexicanización’ para la Argentina. De esta manera, México se convierte en paradigma del estado fallido, en gran medida gobernado por narcopolíticos, tiranizado por los grupos de poder a costa de los derechos humanos. Es una verdadera tragedia que un país como el nuestro, llamado a ser grande tanto por su historia y su población como por sus recursos, se haya convertido en una nación de dudosa categoría. (…) La verdadera tragedia es que, como nación, México ha optado no por el ejercicio de la justicia, sino por el amañamiento y las inconfesables complicidades del poder político y económico a costa del bien de los ciudadanos. Esto es la ‘mexicanización’”.